Capitulo 4 "Piip-piip-mooc,bang-bang-tac"

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El techo de mi nuevo dormitorio está cubierto de mapas. Líneas de metro, cartas de navegación, mapamundis. Es evidente que mi madre estaba deseando largarse de aquí desde muy joven. Para cuando la odiosa alarma de tres tonos de mi iPhone se cuela entre las sábanas ya estoy despierta y contemplando una parte del sistema solar situada en la esquina derecha del techo mientras pienso en el sueño de anoche. Juraría que los planetas centellean de verdad, pero debe de ser un efecto de la luz que entra por la ventana. Las mañanas solían ser mi momento favorito del día. Ese rato de tregua en que podía aferrarme a Liam, en que podía cerrar los ojos e imaginar su cara al lado de la mía. Sus rasgos exactos, la sensación que me producía estar cerca de él. Porque independientemente de lo que pasara en mis momentos de vigilia, Liam era siempre mi constante cuando dormía. Hasta ahora. Porque ahora sus ojos se están volviendo violetas.

Hace dos semanas que llegamos a Boston y en este momento ver a Liam —en sueños o en la vida real— es básicamente una tortura. Aunque anoche fuera el chico despreocupado que adoro, estoy casi segura de que cuando hoy llegue al colegio todo será muy diferente.

Liam ha sido siempre el chico que cuida de mí, que piensa siempre primero en mí.


El año pasado soñaba muchas veces que estábamos en Tailandia montando en elefante, flotando en los típicos barcos de cola larga sobre olas de un azul cristalino y contemplando puestas de sol en la playa. Todo era perfecto, bello y despreocupado hasta que llegaba la hora de comer: Liam lo probaba todo antes que yo para detectar si había algún rastro de cacahuete, porque me olvido de que tengo alergia a los frutos secos incluso cuando estoy despierta. Yo suspiraba exageradamente en cada ocasión, pero en el fondo él me hacía sentir amada y segura. Ahora, en cambio, me siento fatal. Viéndolo cada día cuando me trata como si no existiera. Viéndolo con otra chica como si yo nunca hubiera existido.

Me incorporo para apagar la alarma y me dejo caer de nuevo en la cama con resignación, haciendo que todas las almohadas aumenten su volumen alrededor de mi cabeza. Las golpeo rabiosa con el puño, me levanto, me pongo un jersey gris y me miro en el espejo del tocador de mi madre. Mi pelo color caramelo apunta en tantas direcciones que parece que haya pasado por un autolavado a bordo de un descapotable, y tengo los ojos brillantes, de un color que con la luz de la mañana oscila entre el verde y un color miel.

—Tienes que superarlo de una vez —me digo.

—¿Estás levantada, rata? —me pregunta la voz profunda, precafé, de mi padre camino de la cocina—. Sé que estás levantada. Puedo oírte hablar sola.

Me paso un cepillo por los rebeldes bucles y bajo trotando los tres pisos hasta la cocina. Encuentro a mi padre sentado a la gran mesa de chef, a punto de abrir el New York Times.

—Buenos días —digo inclinándome para darle un beso en la mejilla.

Me deslizo por debajo de la mesa para hacer lo propio en la cara gordinflona de Jerry. Apenas pestañea cuando mis labios rozan su piel peluda y arrugada.

La cafetera borbotea en un rincón y me acerco a ella aspirando el delicioso aroma. —¿Has dormido bien? —pregunta mi padre sin levantar la vista de la página de

Opinión.

Me vuelvo muy despacio desde la encimera.

—¿Por qué lo preguntas?

—Bolsas debajo de los ojos, interés enfermizo por el café seminegro —se limita a responder—. Cuando nuestra fase REM es interrumpida...

—Gracias, doctor Rowe —digo—, sé cómo funciona.

Mi padre me mira a través de sus gafas.

—Para tu información, la irritabilidad es otro síntoma de la privación de sueño — masculla.

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