Capitulo 1 "Los Museos Están Para Ser Visitados, No Para Vivir En Ellos"

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Jerry está roncando directamente en mi boca y su cálido aliento perruno me acaricia con cada exhalación.

—Ahora entiendo lo de Agnes —murmuro.

—¿Quién es Agnes? —pregunta mi padre desde el asiento del conductor.

Por debajo de su voz me llega el tenue sonido de un intermitente, regular como un metrónomo.

—Nadie —contesto enseguida, sin que él se percate de la rapidez con la que lo he hecho.

Mi padre es un cerebrito. Reconocido neurocientífico —lo que no quiere decir mucho a menos que tú también lo seas—, comprende cosas sobre la mente que para la mayoría son un misterio. Pero en los temas del corazón es un desastre. No tengo interés alguno en hablarle de Max, por lo que en momentos como este tales deficiencias son una ventaja.

Me desperezo y me incorporo.

—Creo que me he dormido —digo con la voz algo ronca.

—Siempre sucumbes al traqueteo, desde que eras un bebé —explica mi padre, permanentemente en modo profesor—. Aviones, trenes, coches... Jerry y tú lleváis horas durmiendo, pero has elegido el momento idóneo para despertarte. —Sonríe por el retrovisor—. Echa un vistazo a tu nueva ciudad.

Hace un gesto torpe con el brazo a lo Vanna White, como si Boston fuera un rompecabezas de letras gigantes todavía por completar. Estamos dejando la I-90 y el centro histórico nos saluda cortés desde el otro lado de un pintoresco río Charles. La imagen hace que la ciudad de Nueva York, donde hemos vivido diez años, parezca... en fin, Nueva York. ¿Hay algo que se le pueda comparar?

El sonido de los neumáticos de nuestro coche sobre el hormigón de la rampa de salida de la autopista marca un ritmo constante —uno-dos-tres, uno-dos-tres— y lo reproduzco nerviosa con los tres dedos intermedios de mi mano derecha, como si estuviera tocando el piano. Nunca se me ha dado bien el piano. Mi profesor le dijo a mi padre que «me faltaba disciplina» antes de rechazarme como alumna, probablemente el primer caso en la historia de las clases de música. Aun así, sigo adorando la música, particularmente el ritmo. El ritmo es un patrón, y los patrones dan sentido a las cosas. Yo me descubro tamborileando uno siempre que estoy nerviosa o me siento insegura.





Me apoyo en la portezuela del pasajero, en la bulliciosa calle Beacon, sujetando una caja marcada como UTENSILIOS DE COCINA que casi con seguridad contiene abrigos de invierno y comida para perro. Me protejo los ojos del sol de agosto con la mano y echo un largo vistazo a la casa de doscientos años que se alza frente a mí. De niños todo nos parece muy grande y al revisitarlo de mayores nos damos cuenta de que es mucho más pequeño de lo que pensábamos y de lo diminutos que éramos nosotros entonces. Esa casa, que fue de mi madre antes que nuestra, y de su madre antes que suya, sigue siendo inmensa. Me extraña que de niña no me perdiera en ella durante días.

—Te perdiste unas cuantas veces —asegura mi padre desde los escalones cuando expreso mis inquietudes en voz alta—. Pero mandábamos a Jerry en tu busca y siempre te encontraba.

En este momento Jerry está despatarrado en el asiento de atrás, descansando la cabeza con su acostumbrada apatía mientras me mira por la ventanilla.

—Seguro que de joven tenías más energía —le digo arqueando una ceja.

La casa, de cinco plantas, es de ladrillo rojo y la puerta y los postigos están pintados de negro carbón, a juego con las demás casas de la calle. Dispuestas en hilera, me recuerdan a las pijas de mi antiguo colegio que llevaban las mismas gafas de sol. No puedo evitar preguntarme cuántas manzanas de Nueva York ocuparía si pusiéramos el edificio en horizontal.

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