Extra I: Porter

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Adelaide

Mamá jaló con fuerza ambas partes del hermoso vestido blanco y gritó con frustración al ver que sería imposible cerrarlo.

“¡Te lo advertí!”, gruñó molesta. “Pero comer postres siempre es más divertido que ejercitarse, ¿verdad?”. Puse los ojos en blanco y eché los hombros hacia atrás antes de pasar los dedos por el tul de la falda. “Lo intentaré de nuevo y esta vez hazme el favor de no respirar”. Estiró los brazos y volvió a jalar los listones del corsé hasta lograr enredarlos en un diminuto moño.

“¡Ay!”. Noreen pegó un respingo cuando sintió la presión del vestido calarle las costillas. “¿Y si buscamos un listón más largo? Esto está tan apretado que si tomo agua corro el riesgo de explotar”.

“¿Y si mejor te busco una cortina?”. Su tono excesivamente dulce me hizo levantar los ojos del suelo. “Tal vez eso te quede bien”. Inclinó la cabeza hacia la derecha con los labios curvados en una sonrisa sarcástica y dio media vuelta, abandonando la habitación con un portazo.

Noreen bufó y se acercó con lentitud al espejo en la pared. Comprobó su maquillaje, prestando más atención a los ojos,  alisó los cabellos rebeldes que amenazaban con arruinar el pomposo peinado y demoró más de la cuenta ajustando el encaje del corsé. Se giró y estiró el cuello hacia atrás, gimiendo con pesar cuando alcanzó a ver su espalda.

“Estoy gordísima”. Pasó las puntas de los dedos por los bordes que sujetaban el listón y apretó los ojos cuando sintió lo estirada que estaba la tela. “¡Ve esto! ¿Cómo se supone que me voy a casar luciendo así?”. Se rodeó con los brazos y tocó la piel que sobresalía entre el cruzado. Se veía roja e hinchada por la presión del amarre.

“Tranquila, mamá encontrará un listón más largo”, le dije con suavidad.

Me puse de pie y tomé asiento en el borde de su cama para poder observarla. Por fuera, con su increíble vestido, el larguísimo velo y la tiara, se veía como la perfecta novia de cuento. Estaba radiante, pero no se parecía en nada a la Noreen que siempre envidié. Su actitud fiestera y burbujeante se había evaporado meses atrás, cuando Kyle se fue y ella comenzó a salir con Frank, su futuro esposo.

Inhaló con fuerza y enderezó la espalda antes de mirarse desde otro ángulo. Mantuvo los ojos fijos en su reflejo mientras deslizaba las manos desde los pechos crecidos hasta sus (ahora) anchas caderas. Apretó los puños cuando sintió la redondez de su estómago.

“¡No!”. El grito estrangulado que brotó de su garganta fue el inicio de lo que sería un auténtico colapso nervioso. “¡No quiero! ¡No quiero!”. Los puños, que anteriormente presionaban  su estómago, ahora daban golpes duros que resonaban en el silencio de la habitación.

“¡Noreen!”, exclamé alarmada mientras me acercaba a ella con rapidez. Estiré las manos y la sujeté por los codos, desesperada por detenerla. “¡Para ya!”.

“¡Déjame!”. Sacudió los hombros con fuerza y, después de unos minutos de jaloneo, logró zafarse. “¡Quiero que todos me dejen! ¡Eso es lo que siempre hacen!”. Levantó la cabeza hacia el techo y gimió desesperada cuando lágrimas, calientes y pesadas, resbalaron por sus mejillas. Se apresuró a limpiarlas con brusquedad, riendo cada que las uñas le arañaban la piel.

Continuó soltando carcajadas como loca hasta que poco a poco se calmó. Su respiración estaba entrecortada cuando caminó temblorosa hasta el espejo.

Abrió los ojos con sorpresa y llevó una mano a su boca antes de gritar con voz chillona: “¡Dios mío! ¡Se corrió todo el maquillaje!”. La miré perpleja mientras escuchaba su risa y se daba golpecitos de que boba soy en la frente, como si nada hubiera pasado. “¿Has visto mi estuche? Necesito retocarme”. Me agradeció con una sonrisa cuando le pasé la pequeña maleta y comenzó a rebuscar entre los cierres abiertos.

“Noreen…”, la llamé con suavidad, aún buscando las palabras correctas.

Asintió y me obligué a continuar: “No tienes que hacerlo si no quieres”. Esbozó una sonrisa y frunció el ceño sin dejar de pasar la esponja por debajo de sus ojos.

“¿Qué cosa, Addie?”.

“Casarte”. Los dedos se le tensaron visiblemente, pero lo disimuló rebotando la esponja con más rapidez. “Se que no quieres y un… No necesitas…”. Me rasqué la nuca con nerviosismo. “El… Frank entenderá…”. Arqueó una ceja y me miró.

“Siempre he odiado que tartamudees. ¿Por qué simplemente no lo escupes y ya? No necesitas dar tantas…”.

“Se que estás embarazada”, la interrumpí. “Los demás creen que aumentaste de peso porque comes mucho, pero yo te he observado. A veces vomitas, te cansas con facilidad… Noreen, se que no quieres casarte”.

“Tu no sabes lo que quiero”, habló con los dientes apretados. “Deja de fingir que te preocupo, Adelaide. Quítate esa máscara de niña buena porque conmigo no funcionará. Siempre estás metiendo las narices en la vida de los demás en lugar de acomodar el desastre que tienes en la tuya”. Alzó la barbilla con los labios arrugados en una mueca arrogante y sus ojos brillaron con malicia. Era consciente del dolor que me causaban sus palabras, pero no se  detuvo. “¿O qué? ¿Creías que no había nadie en casa cuando le gritaste a Porter que era un cerdo? ¿O cuando te llamó perra?”. Apreté los labios con fuerza antes de darle la espalda y encaminarme a la puerta.  “¡Ya sé!”. Chasqueó los dedos, como si hubiera recordado algo importante. “¡La vez que lloraste! ¿Te acuerdas? Cuando descubriste que te engañaba, pero le suplicaste que no te dejara”.

“No tienes derecho…”.

“¿A qué? ¿A meterme en tu vida?”. Miré el techo, tratando de pensar en lo lindo que era mi vestido. “Haznos un favor a todos y deja de ser tan falsa. Y si te atreves a decir algo…”. El sonido de la puerta abriéndose a mis espaldas hizo que Noreen callara.

“¡No saben lo difícil que fue encontrarlo!”, gritó mamá. Levantó el largo listón blanco y lo lanzó a la cama. “¿Qué haces en ese rincón, Adelaide?”.

“Ya se iba”, se apresuró a contestar. “Me dijo que quería revisar las flores”. Esbozó una falsa sonrisa y se dio la vuelta.

“Oh… Pues en ese caso, Adelaide, es hora de que te vayas. Espéranos en la iglesia y revisa que sean las flores correctas”. Asentí y salí de ahí.

Porter llegó minutos después vistiendo un traje negro con una corbata que no combinaba con mi vestido. Llevaba el cabello peinado hacia un lado y los zapatos resplandecían bajo los rayos del sol.

“Hola”, saludó. “Olvidé el color de tu vestido. Espero no te moleste”. Señaló la corbata con un dedo y fingí acomodarme el cabello para que no notara el enfado en mi rostro.

“Da igual”. Sacudí una mano en el aire y sonrió.

“Por eso me gustas. No te preocupas por cosas sin importancia”. Dio dos pasos al frente y, cuando estuvo lo suficientemente cerca, me tomó de la cintura y me besó, haciéndome recordar las palabras de Noreen. “Vámonos”. Entrelazó nuestros  dedos y por un instaste, después de mucho tiempo, deseé que fuera alguien más (y no Porter) quien sostuviera mi mano al caminar.










Adelaide |HS|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora