VII

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Loki Odinson atravesó a la carrera la sala C haciendo ondear tras de sí los faldones de su bata blanca. Apenas hizo caso de los pacientes que se apartaron de su camino como buenamente pudieron, dividiéndose como inocentes animales en un redil, dejando sitio a uno que iba con paso decidido.

Se las arregló para saludar con la cabeza a los que conocía, los cuales le devolvieron el saludo con el acostumbrado surtido de miradas, sonrisas, bufidos, desvío de ojos y algún que otro juramento que constituía la norma cotidiana de las salas cerradas.

Sabía que aquella prisa suya daría lugar a más de una conversación a su paso, pero era inevitable. En un mundo que reflejaba la constancia de la rutina, cualquier conducta que indicara una necesidad o una fuerza externa se convertía en motivo de conversación, debate e inquebrantable curiosidad.

Mientras corría por los pasillos, especuló sin vergüenza alguna acerca de la llegada de un detective de Homicidios; reflexionó repasando los pacientes que formaban el grupo de los «niños perdidos», intentó deducir cuál de ellos podía haber mencionado que estuvo en Miami en los últimos años, qué miembro del grupo podía haberse mostrado extrañamente reacio a hablar de un acontecimiento reciente.

En un conjunto de personas que dedicaba una gran parte de sus energías a la ocultación, Odinson se había vuelto experto en reconocer disimulos y tabúes. Registró rápidamente su memoria, pero no logró encontrar una respuesta de urgencia. Reconoció la súbita emoción en sí mismo; había algo atrayente en la expresión «detective de Homicidios» que le prestaba un aire de misterio y fascinación.

Intentó formarse una imagen mental de un hombre investigando un asesinato y calculó que ésta debía de ser desaliñado, agresivo y decidido.

Se le llenó la cabeza de imágenes de violencia. Se sobresaltó al ver retratado su hermano, vestido con chaqueta de fotógrafo y pantalón sport, listo para marcharse a uno de sus frecuentes viajes a alguna guerra, algún desastre u otra representación de la insensatez del ser humano.

Odinson apretó el paso pensando en el gran número de fotos de su hermano que retrataban la muerte. Se dio cuenta de que todas y cada una de ellas eran fascinantes, a su manera.

«Siempre estamos buscando - pensó - intentamos entender el comportamiento de las personas, y el acto que más nos asusta a todos es el asesinato». «Pero ¿qué es más común?», se preguntó. «¿Y no somos todos capaces?» .Ahora estaba hablando como su hermano, se dijo Odinson. Sacudió la cabeza en un gesto negativo y escuchó cómo rechinaban sus zapatos sobre el pulimentado suelo de linóleo del pasillo.

«Bueno, unos somos mucho más capaces que otros». Y le cruzaron por la mente los rostros de los «niños perdidos».

Que un detective viniera a verlo no era tan infrecuente. Recordó varias ocasiones en los últimos años en las que había recibido llamadas similares y ellas que se había encontrado frente a frente con algún individuo monosilábico y de ojos oscuros que le formuló preguntas cada vez más directas acerca de uno u otro de los miembros del grupo de terapia. Naturalmente, su capacidad para ayudarlo se vio severamente limitada por la ética médica y por el concepto de confidencialidad del paciente.

Abrió la puerta de la oficina de administración. La secretaria del doctor Harrison levantó la vista y señaló el despacho interior moviendo el dedo pulgar igual que un autoestopista.

- Están ahí dentro, esperándolo - le dijo - ¿A cuál de ellos cree usted que ha venido a buscar ese detective?

- En cierto modo, probablemente a todos - replicó Odinson. Fue un pequeño chiste, y la secretaria le rio la broma al tiempo que lo enviaba hacia la puerta con un gesto de la mano.

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