XI

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Se dirigieron hacia el norte, paralelos al río Mississippi.

Ocasionalmente se acercaban al río lo bastante con el coche como para que Tony alcanzara a ver la ancha y reluciente superficie que reflejaba la luz del día, las aguas que fluían incesantes y firmes en dirección al golfo, que se encontraba detrás de ellos. Odinson insistió en que apuntara por escrito todo lo que iba diciendo él, casi palabra por palabra, con el razonamiento de que algún día Tony llegaría a comprender el valor inherente a aquellas frases y fragmentos y se sentiría agradecido de haber podido anotarlos debidamente.

Tony Stark no entendió aquello, pero en los últimos días le había resultado consolador el hecho de que Thor hablase del futuro, aunque fuera vagamente, como si hubiera un mundo más allá de las ventanillas de aquel coche que recorría el paisaje a toda velocidad, una vida más allá de lo que alcanzaba el brazo de Thor Odinson.

Así que obedeció y se aplicó a escribir letras y dar forma a las palabras lo más deprisa que pudo.

Cuando él le pidió que le leyera lo que había escrito, obedeció también.

Thor le indicó que hiciera una pequeña corrección y después un breve añadido. También obedeció. Obedeció en todo. Negarse a algo le resultaba completamente ajeno.

Habían pasado varias noches - Le costó trabajo precisar con exactitud cuántas habían sido - desde que Odinson mató al vagabundo.

«Desde que lo maté», pensó. Pero se corrigió: «No, desde que lo matamos». Todas las noches paraban en algún motel anónimo cercano a la carretera, uno de esos lugares que proclaman que tienen habitaciones vacías mediante rótulos de neón de color rojo que parpadean en la oscuridad, en los que los vasos de agua están envueltos en papel y la administración pone letreros en los cuartos de baño que aseguran que éstos han sido debidamente aseados.

Cuando entraban en la habitación de uno de esos moteles. Por la noche, en la cama, dormía con inquietud, dando tantas vueltas como se atrevía a dar, pero más a menudo en postura rígida, escuchando la respiración acompasada de su captor pero sin creerse que estuviera dormido. Él no dormía nunca. Él siempre estaba despierto y listo. Incluso cuando dejaba escapar un ronquido Tony se negaba a creer que ello indicase que dormía. Cuando lo escuchaba intentaba permanecer completamente en silencio, como si el menor soplo de su respiración fuera a turbarlo. En aquellas ocasiones pensaba que ya no era capaz de oír ni sentir el funcionamiento de su propio cuerpo. A hurtadillas, se llevaba una mano al pecho e intentaba notar los latidos del corazón. Éstos parecían lejanos y débiles; era como si se hallara próxima a la muerte, mortalmente frágil.

Por la noche Odinson no intentaba tocarlo, aunque Tony lo esperaba en todo momento. Había renunciado a la idea de contar con alguna intimidad, se vestía y se desvestía delante de él, no cerraba la puerta del baño cuando estaba dentro. Aceptaba aquellas cosas como parte del pacto que lo mantenía con vida. También habría aceptado sexo, pero de momento no había tenido lugar. No se hacía ilusiones de que aquella pausa fuera a durar mucho.

En el tiempo transcurrido desde el asesinato del vagabundo, se había dado cuenta de que todo lo asustaba: los desconocidos, Odinson, Tony mismo, cada minuto que pasaba del día, cada momento de la noche, lo que podía sucederle a él cuándo estaba despierto o dormido. Cuando conseguía por fin dormirse, sus sueños eran con más frecuencia pesadillas; se había acostumbrado enseguida a despertarse huyendo aterrado de algo que estaba soñando, sólo para instalarse en aquel miedo constante que constituía el estado de vigilia.

Permanecía acostado en la oscuridad, recordando la visión del vagabundo de aquella calle de Nueva Orleans. Veía su boca cerrándose para recibir la botella, un acto seguro y familiar que le proporcionaba una sencilla dicha; sólo que aquella vez no fue el acostumbrado tacto de la botella húmeda lo que sintió en la boca, sino el sabor duro, seco y desagradable del cañón de la pistola. Percibió el destello de confusión en sus ojos cuando los levantó y los clavó en los suyos. Sus ojos eran como los de un perro que oye un ruido inusual y ladea la cabeza en un gesto de curiosidad. Fue una visión terrible: su mirada fija en la vista del vagabundo, su boca abierta, sus ojos expectantes, esperando con toda su alma como si fueran a besarlo.

The Murderer Donde viven las historias. Descúbrelo ahora