VIII

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Enseguida, de manera agresiva y sin ser invitado, le vino a la memoria un recuerdo visual. Se vio a sí mismo a la edad de seis años, arrastrado en medio de la noche por el farmacéutico y su mujer. Recordó lo mucho que se sorprendió al ver la casa. A sus ojos de niño parecía enorme, imponente, dominante. Sintió miedo, y recordó lo importante que era no permitir que Loki se diera cuenta de que estaba tan asustado.

No se parecía en absoluto a las habitaciones de hotel y los aparcamientos de camiones por los que los había llevado su madre, su primera madre. Por un momento le pareció percibir la mezcla de olores del perfume y el alcohol que le venía a la cabeza cada vez que ella penetraba en su memoria. Bajó unos centímetros la ventanilla del coche para que entrara aire, pues temía marearse a causa de todo el odio que le daba vueltas en el estómago.

El aire despejó el olor del recuerdo, y pensó en la primera imagen que tuvo del tramo de escaleras que conducía al dormitorio que compartía con su hermano. Recordó que Loki le agarró la mano con fuerza. Todo estaba oscuro, y las pocas luces que había encendido el farmacéutico proyectaban formas absurdas sobre las paredes. No se acordaba del hecho en sí de subir aquellas escaleras, pero las habían subido.

En cambio, lo siguiente que recordaba era que él entró en la minúscula habitación medio guiado, medio empujado. Las paredes eran blancas y había dos catres del ejército desplegados. También había una única lámpara, que carecía de pantalla. La ventana estaba abierta y por ella penetraba un aire frío. Recordó que todo se veía sombrío y estéril. Se obligó a esbozar una sonrisa; no fue una reacción de placer, sino una concesión a la ironía. Aquél había sido el primer campo de batalla. Loki se encontraba extenuado y cayó dormido al instante.

«Pero yo me quedé contemplando las paredes».

En su memoria vio la confrontación que tuvo aquella mañana:

- ¿Podemos poner cosas en las paredes?

- No.

- ¿Por qué no?

- Porque las destrozarán

- No las destrozaremos. Tendremos cuidado

- No

- Por favor

- ¡Deja de gimotear! Ya está bien. ¡No!

- Así no parece un dormitorio. Parece una cárcel

- Ahora mismo voy a enseñarte a no hablarme de ese modo

Fue su primera paliza. La primera de muchas. Le extrañó la absoluta ausencia de toda emoción al recordar los puñetazos y los fuertes golpes que hizo llover sobre él su nuevo padre. En cambio, su cerebro se llenó de odio al recordar que su nueva madre se quedó sentada sin decir nada.

¡Malditos fueran sus ojos! ¡No hizo nada! Se quedó allí sentada, mirando. Siempre se quedaba sentada mirando. No decía nada ni hacía nada. Hizo una pausa, como si estuviera tomando aliento mentalmente.

«¡Malditos sean sus ojos!». Y una vez más se llenó su memoria, como el que sostiene un vaso debajo de una espita abierta.

El resto del día se lo hicieron pasar en un colegio nuevo y extraño, que ya era un horror en sí mismo. Pero lo que recordaba mejor era la clase de dibujo de la mañana, en la que cogió la hoja de papel blanco más grande que tenían y se puso a pintar con fruición grandes franjas de color, azules y anaranjadas, rojas, amarillas y verdes, dando forma rápidamente a un radiante arco iris. Después cogió otro papel y dibujó un barco de vapor navegando por un agitado mar de color gris.

Luego una tercera hoja en la que pintó un capitán pirata ataviado con una banda roja, una barba negra y una bandera con las tibias y la calavera cogida en la mano. Dejó los dibujos para que se secaran y por la tarde regresó y preguntó a la maestra si podía llevárselos consigo. Ella le dijo que sí, y entonces los cogió y se metió corriendo en el baño. Se encerró con llave en un retrete, se bajó los pantalones y se enrolló los dibujos en torno a las piernas. Recordó la rígida caminata hasta casa.

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