Relato IV: El duende

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Vivían en una casa en la montaña, alejada de la civilización. Eran solo él, su papá, su mamá y su hermanito que venía en camino. No había vecinos molestos, ni ruido del tráfico. Nicholas tampoco conocía de ese aire contaminado de la ciudad que tan malo su papá decía que era y que tanto daño le hacía al abuelo.

Una buena noche, su madre comenzó a sentir fuertes dolores en la barriga. Se había puesto de parto. Su padre, en la desesperación, le despertó para avisarle. Nicholas no iría con ellos, se quedaría en casa. A él esta idea no le gustaba, pero sabía que no podía discutir. Su madre se despidió de él y, casi sollozando por el insoportable dolor, le pidió que no le abriera la puerta a nadie por nada del mundo y que tampoco saliera de la casa.

Su padre le había pedido, mientras cerraba la puerta con llave, que regresara a dormir. Tan pronto escuchó el motor del auto, Nicholas supo que eso no sería posible. Ya no tenía ni chispa de sueño. Como tenía ocho años, consideró que era lo suficientemente grande como para tomar decisiones propias y encendió la televisión de la sala. Buscó su canal favorito, el de animales. A esa hora siempre daban documentales muy interesantes. Preparó unas palomitas y se sentó a disfrutar de la programación.

Mientras veía las impresionantes tomas de paisajes de ensueño, Nicholas pensaba en lo emocionado que se sentía por tener un hermanito. ¿Cómo luciría? ¿Sería cierto eso que decía Andrés de que eran muy ruidosos? Él tenía siete, y casi todos eran menores. ¡Sus padres tenían una guardería en la casa!

Ya le habían dicho a la madre de Nicholas que su hijo sería varón otra vez, así que el chico estaba impaciente por enseñarle todo lo que sabía acerca del fútbol o del baloncesto. ¡También se moría de ganas por mostrarle todo lo que había aprendido acerca del reino animal! Eran tantas las ideas que cruzaban su mente en cuestión de segundos que dejó de prestar atención a su programa y, lo que parecía imposible, sucedió. Poco a poco, Nicholas fue cayendo en un profundo sueño. Cada vez le costaba más mantener abiertos sus párpados. Finalmente, se durmió acurrucado en una esquina del sofá.

Y así hubiera seguido de no ser por unos leves golpes que le despertaron cuando el reloj acababa de dar las dos de la madrugada. Eran esos toquecitos otra vez. Tres golpes suaves en la ventana, réplicas de los que escuchaba de vez en cuando. Eran curiosos, no había por qué negarlo, pero Nicholas nunca supo a qué se debían. Como siempre los había escuchado desde su cuarto, no le quedaba más remedio que voltearse y seguir durmiendo, pero esa noche era diferente. Sin lugar a dudas, era diferente.

Nicholas se levantó del sofá y se dirigió a la ventana. Corrió un poco la cortina, como si tuviera miedo de encontrar a alguien ahí, pero no vio nada. Con más confianza, despejó totalmente la ventaja y se atrevió a mirar con detenimiento. La luna era la única fuente de luz, todo se veía como un vago boceto oscuro. Podía distinguir las copas de los árboles sacudirse a lo lejos.

Se encogió de hombros. Supuso que nunca encontraría explicación para esos misteriosos toquecitos. Justo cuando se alejaba de la ventana, a Nicholas le pareció escuchar una tenebrosa risita. Fue una pena que, al aguzar el oído para asegurarse, solo escuchara el comienzo de un fuerte aguacero.

Susurros a medianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora