Relato XX: Cementerio de sabandijas

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Nunca he sido un fiel creyente del mundo sobrenatural. De hecho, me consideraba totalmente escéptico hasta que me mudé a vivir solo. Mi madre me insistió muchas veces para que me quedara con ella, pero decidí venirme aquí justo luego de terminar la escuela superior. La universidad a la que asisto me queda mucho más cerca y el dinero que me ahorro en la transportación puedo invertirlo ahora en la comida.

Es cierto que, en un principio, iba a compartir el piso con otro chico. Convivimos juntos el primer semestre, pero luego decidió marcharse. El asunto es que durante ese tiempo él y yo hacíamos un buen equipo. Como estudiantes al fin, no usábamos la casa para mucho más que dormir y estudiar. Estábamos todo el día entrando y saliendo de la casa e incluso algunas veces no llegábamos a coincidir. Aun así, nos complementábamos bien.

Él no sabía cocinar y para mí la lavadora era una máquina infernal. Yo era bastante maniático con la higiene y él era muy ordenado. Nos ayudábamos mucho, aunque casi no dialogábamos. El problema comenzó con la llegada del verano y, con ello, la de los animalitos indeseables. El calor traía a la casa muchísimas moscas y había también más cucarachas, especialmente en la cocina. A pesar de que me daban bastante asco, no tenía miedo a matarlas. Aunque siempre olvidaba limpiarlas. Para mí suerte, el otro chico lo hacía por mí.

Luego de las moscas y las cucarachas, comenzaron a invitarse solas otras criaturas asquerosas: las salamandras. Eran como una plaga. Llegué a pensar que estaba sufriendo una verdadera invasión. No importaba a dónde mirara, había una maldita salamandra. Tampoco tenía miedo a matarlas, pero sacarlas de la casa sí me provocaba náuseas. El chico también se encargaba de esas.

Con el tiempo, el chico decidió irse sin motivo aparente. Yo lo notaba bastante nervioso y estresado. Supongo que no le estaba yendo muy bien en su carrera. Decidí entonces comprarme una mascota para que me hiciera compañía. Escogí un gato muy bonito. Su pelaje era naranja, tenía facciones adorables y su actitud era muy elegante. Vamos, que era el rey de la casa. Por nombre le puse Spencer y fue él quien me ayudó a controlar las ratas y otras sabandijas que merodeaban por la casita. Muchas veces los cazaba y me los traía. Luego se iba a jugar con ellos y yo no volvía a saber de sus víctimas. En otras ocasiones, mataba yo el ratón y le llamaba.

—¡Spencer, aquí está tu cena!

El gato, aparentemente reconociendo su nombre, llegaba y se llevaba orgulloso la presa entre los dientes.

Tristemente, perdí a Spencer hace algunos días. Cuando llegué a casa, lo encontré acurrucado en un rincón. Hacía soniditos que parecían lamentos y luego de algunos minutos de lo que parecía una agonía, mi gato murió. Noté que tenía la boca manchada de una espesa sustancia de color azabache. Era viscosa y olía terrible.

Aquello que me hizo cambiar mi escepticismo lo descubrí justamente ese día. Entré a internet para ver si encontraba de qué había muerto Spencer. Fue entonces cuando leí que mis creencias en relación a los gatos estaban equivocadas. Los gatos domesticados no ingerían lo que cazaban. Mataban a los animales por el simple hecho de sentirse orgullosos de sí mismos y para divertirse un rato. Una vez arrebataban la vida de su contrincante, no volvían a tocarlo.

¿Cómo era aquello posible? ¿Dónde había metido Spencer a todos esos ratones y demás animalitos? En algún lugar de la casa debía ocultarse un verdadero cementerio de sabandijas. Escuché un ruido muy extraño en el ático. De hecho, me acababa de enterar que teníamos ático. Decidí ir a revisar. A medida que iba avanzando, el ruido se hacía más notable. Era como un sonido gutural, algo definitivamente muy extraño. Estaba seguro de que había algo moviéndose por la casa.

Con recelo, regresé para buscar a Spencer y enterrarlo. Me llevé la sorpresa de mi vida al descubrir que ya no estaba donde lo había dejado. Su cadáver se encontraba unos metros más allá, con el pelaje lleno de sangre y el estómago abierto en dos. Algunos restos de sus tripas se desparramaban por el suelo y se mezclaban con la sustancia negra. De mi gato no quedó mucho más que la cabeza y un cuerpo destrozado.

Descubrí entonces que los animales que mataba habían estado desapareciendo. Ni mi compañero ni mi gato se habían encargado de ellos. Sentí que el estómago se me revolvía y que mi corazón daba un vuelco al preguntarme: ¿a qué tipo de criatura he estado alimentando todo este tiempo?

 Sentí que el estómago se me revolvía y que mi corazón daba un vuelco al preguntarme: ¿a qué tipo de criatura he estado alimentando todo este tiempo?

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Susurros a medianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora