El humo de mi cigarrillo hacía curiosas formas en el aire. La lluvia hacía solo pocos minutos que había terminado y nada aseguraba que no volviese a aparecer. Me encontraba solo en un banco donde paraba el autobús. Lo cierto es que, a esa hora, no pasaría ninguno por mucho que lo esperase. A pocos metros, una farola amenazaba con fundirse. Yo, conservando mi inquebrantable calma, contemplaba con escrutinio aquel desbordado bote de la basura que estaba al pie de ella. Me preguntaba si lo que tanto apestaba era el basurero o era mi perra vida asquerosa.
Desempleado, solo, miserable y, a decir verdad, jodido, miraba como la noche se iba plegando y desplegando a medida que pasaban las horas. Observaba todo el paisaje urbano como si se tratase de un buen libro. Un buen libro de esos que aburren hasta decir basta, como los de Coelho. La protagonista de mi cuento era una enorme rata que comía de la basura en la penumbra del otro lado de la calle.
Presumiblemente harta, pero insatisfecha, la rata decidió migrar hasta mi lado de la acera. Cruzó la calle por donde estaba iluminada y, solo entonces, pude ver que su pelaje era blanco. Con su gran tamaño, me sorprendió descubrirla capaz de saltar hasta colarse en el bote de la basura. Se colocó en el borde, dándome la espalda. Pareciera que hasta ella me despreciaba. Fue ahí cuando pude ver que aquella rata era más extraña de lo que había esperado. Tenía dos colas.
Una de ellas se movía dibujando curvas. La otra estaba más tiesa, aunque no parecía del todo inerte. Me quedé largo rato mirando aquel fenómeno de la naturaleza. O de la energía nuclear, o de sabrá Dios qué cosa. El asunto es que me había parecido fascinante que un animalito tan raro viviera allí, en la ciudad donde todos se movían de un lado a otro. ¿Alguien más la habría visto antes que yo? Definitivamente no era una criatura que pasara desapercibida. Quizás era muy buena escondiéndose.
Pienso que fui motivado por el factor de no tener absolutamente nada más que hacer. La rata, luego de cenar en abundancia, se retiró y yo decidí seguirla. Se movía a paso muy lento, como si el festín le hubiera aumentado varios kilos. Yo iba tras de ella con cautela, tampoco tenía demasiada prisa.
Me guio hasta la entrada a un bosque. No era desconocido para mí. Se traba de alguna extensión cercana al Fireflies Camp, una pequeña reserva recreativa en los límites del bosque para acampar o dar paseos. Todo apuntaba a que ese era el hogar de mi amiga la rata. Se paró en sus patas traseras, examinando el ambiente. Como no detectó peligro, decidió adentrase. Yo también lo hice.
Dentro de aquella arboleda, el panorama era un espectáculo. Cientos de luciérnagas flotaban en la oscuridad de la noche, iluminando tenuemente el lugar. Era una estampada sacada de un cuento de hadas. A donde fuera que mirase, un grupo de luciérnagas danzaba en el aire. Quedé cautivado en la escena. Tanto que no supe tener consciencia de hacia dónde caminaba.
El espectáculo de luces era como un rayo de esperanza. Por un momento, me sentí casi libre de toda carga. Allí, en los rincones que todos ignorábamos, existían lugares de ensueño.
ESTÁS LEYENDO
Susurros a medianoche
Terror¿Puedes verlos? Allí, tras los arbustos. ¿Ves sus ojos? Los veo cada noche, y me susurran cosas. ¿Quieres escucharlas tú también? Te prometo que no dolerá, ya verás. En la Tierra pasan cosas extrañas. ...