Relato V: Tuka Shaya

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Soy antropólogo, y junto al doctor en antropología y arqueología Ray Damon, estoy a punto de emprender un viaje único. Visitaremos el olvidado pueblo indígena Tuka Shaya, a orillas del río homónimo. En Tuka Shaya habitaron los kiksena por un periodo tan significativo como ocho siglos. Mi colega y yo hemos estado estudiando de cerca esta civilización desde hace más de un año. Hemos investigado en todos los libros de historia de todas las bibliotecas —nacionales y extranjeras—. Hemos visitado diferentes parques turísticos y centros históricos, pero ninguno podría compararse a nuestro siguiente destino.

Resulta que la aldea de Tuka Shaya se encuentra internada en lo profundo del bosque, muy alejada de toda civilización actual. Es este uno de los motivos principales por lo que no se ha convertido en un comercio turístico más del gobierno. Aunque, técnicamente, el lugar no está abierto al público, un cintillo amarillo no evitará que pasemos por alto la oportunidad de investigar un verdadero pueblo kiksena. Hicimos reservaciones en el hotel más cercano que encontramos y, desde entonces, llevamos preparándonos para este viaje con muchísimas ansias.


El vuelo fue muy tranquilo. Aterrizamos sin ninguna complicación. De inmediato, nos dirigimos al hotel para instalarnos. Aproveché el tiempo mientras estábamos en el taxi para dejar listo todo nuestro equipo. Coloqué baterías nuevas a nuestras cámaras y linternas, comprobé nuestras brújulas y me aseguré de que lleváramos los mapas correctos. Una vez en la habitación, me dispuse a organizar mis maletas hasta que Ray propuso una locura que nunca debí aceptar.

—Deja todo eso. Prepara las mochilas.

—¿Qué? ¿De qué hablas? —respondí con una mueca de confusión.

—Que dejes todo eso para luego —dijo—. Vamos a Tuka Shaya. Ahora.

—¡Pero si ya va entrando la tarde! Para cuando lleguemos, habrá caído la noche.

—Alcanzaremos a verlo con luz del día si nos apresuramos —respondió—. Además, la noche solo lo hace más interesante.

Y sacó del arsenal esa sonrisa malvada que siempre lograba convencerme. Cómo decirle que no. Rodé los ojos y suspiré con otra sonrisa. No podía negar que, aunque mi parte racional creía que aquello era una mala idea, moría de ganas por hacerlo. Preparé las mochilas de ambos. Contenían agua, comida suficiente, instrumentos, baterías, ropa y una manta. Sobre ella iba amarrada una bolsa de dormir. Las tomamos, salimos y echamos a andar.

El bosque era denso, pero bastaba con encontrar el río para seguir el camino correcto. Tuvimos algunos problemas interpretando el mapa, pero finalmente dimos con él. Empezamos a bordearlo, en contra de la dirección de la corriente. Caminamos por un buen rato.

Caminamos y caminamos.

Y seguimos caminando.

Y caminamos un poco más.

Susurros a medianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora