Relato XXIII: Salamandras

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Despegó los párpados con ese sonido viscoso de las lagañas al desprenderse

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Despegó los párpados con ese sonido viscoso de las lagañas al desprenderse. Una vez más le había despertado aquella fastidiosa gotera que caía, muchas veces sin que hubiera llovido ni un poco. El repiqueteo de la gota contra la cubeta de aluminio le recordaba al reloj pasado de hora, y entonces sus sentidos comenzaron a percibir también el ritmo de las manecillas, y se dio cuenta de que la gota y el reloj estaban descompasados, y no tuvo otra opción más que pararse o morirse del desespero.

Se suponía que eran las nueve de la mañana, por lo que supuso que en el mundo real serían más o menos las seis de la tarde. Aunque el mundo real hace mucho que había dejado de tener sentido para ella. Sus músculos estaban contraídos y estirarse solo provocó que le crujieran los huesos como galletas. Las pantuflas que se colocó eran y estaban horrendas. Ni se preocupó por volver a hacer la cama, sabiendo que regresaría en poco rato a ella. Y volvería a enredarse en las sábanas como una culebra, y se volvería a dormir hasta que despertara o ya no lo hiciera.

Caminó a su paso, lento y tambaleante, por el pasillo al que ya no alumbraba ninguna bombilla. Las paredes de concreto se habían deformado de alguna forma, pareciendo que podrían venirse abajo en cualquier instante. El olor a hongos y a cemento empolvado le dilataba las aletas de la nariz. Si la decadencia tuviera perfume, tal sería su aroma.

Como se habían desfigurado las paredes, los cuadros estaban torcidos. Tan desnivelados estaban los marcos, que a las personas en las fotos se les hubiera terminado por caer el sombrero. En parte, por eso no tenía fotos de gente en el pasillo. Ni padres, ni hermanos, ni primos, ni tíos.

En íntegro, no tenía padres, ni hermanos, ni primos, ni tíos.

La puerta del armario rechinó, como rechinan las puertas de armario muy viejas, y como lo hace todo lo viejo. Incluso las cosas que no se pueden tocar, rechinan después de mucho tiempo. Y en la casa, cada minuto era una recién nacida eternidad. La luz se quejó también, porque las cosas viejas se quejan. Hizo ese zumbido que parece de insecto muy grande y parpadeó quizás seis veces antes de iluminar el cuartucho.

Con la intensidad de la luz, la pared pareció cambiar de color. Y no por un efecto mágico de iluminación. Las cientos de salamandras* que habían estado aplastadas al fondo y en el techo comenzaron a huir despavoridas a dónde sea que se iban cuando el armario no estaba a oscuras. Parecían hormigas bajo amenaza, pero con patas anchas, colas largas y un chillido muy desagradable.

Fue moviendo las prendas de ropa, infestadas de polillas hasta la saciedad. No era lo que buscaba. Ni abrigos de lana, ni blusas de seda. A pesar de que sabía de sobra que lo que quería estaba al final, donde siempre, ponía empeño en revisarlo todo. Sentir que costaba esfuerzo era parte del encanto. El sonido de las perchas arañando la barra de metal desnuda le provocaba cierta añoranza y comodidad, cierta sensación acogedora. Pasaban varios segundos entre descarte y descarte, con algún apesadumbrado suspiro intercalado.

Sus ojos al fin lo encontraron e hizo ademán de sonreír, pero no lo consiguió. El gesto resultó más parecido a una mueca de asco que a cualquier otra cosa. Se trataba de un bonito vestido de novia, de un color rojo muy atrevido. Lo contempló y sus pupilas reflejaron, por un momento, ese rojo, pero mucho más opaco. Apartó la mirada al recordar que no era el que había usado el inolvidable día de su boda, ni el que usaría jamás. Las cosas desde que le dieron de alta no fueron como le habían prometido. Ni se casó, ni tuvo hijos con nadie. Tampoco se reintegró, ni rehabilitó, ni volvió a formar parte de la sociedad de la que nunca había formado parte realmente. No tuvo amigos, ni personas que estuvieran ahí para ella. Regresar a la vida normal, con sesenta y ocho años, no había sido para nada como se lo habían vendido.

Susurros a medianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora