Samuel Argel asistía diariamente al infierno que alguien llamó «escuela». El invierno no había comenzado oficialmente, apenas se podía sentir un viento frío por las tardes y, muy de vez en cuando, llovía. A pesar de esto, Sam había comenzado a utilizar abrigos con capucha. Lo que no sabía el rubio es que, en lugar de disimular, lo que conseguí era atraer la atención de todos, empezando por sus amigos. En adición, lo habían notado más aislado que de costumbre, ausente y muy cansado. Era evidente que les estaba ocultando algo.
Así que sus simpáticos amigos decidieron crear un plan. Ya sabían de antemano que Sam no les contaría lo que pasaba si le lo preguntaban como personas normales. Lo esperaron justo a la salida y, entre todos, le quitaron el abrigo rojo que llevaba ese día. Cubriéndole la cara con el abrigo mismo, lo llevaron hasta los vestidores que estaban desolados a aquella hora.
—¡¿Pero qué diablos hacéis?! —exclamó Sam enojado, una vez que pudo deshacerse de la prenda que le apresaba la cara—. ¿Qué? ¿Vais a violarme ahora?
El más pequeño de sus amigos le revisó las muñecas en busca de algún corte. Dos amigos más le examinaban los ojos y el restante le revisaba la mochila. Como no encontraron nada, volvieron a unirse para quitarle la camisa. Le dejarían desnudo si era necesario, con tal de saber qué estaba pasando con él. Justo cuando le estaban levantando la camiseta, uno de los amigos exclamó:
—¡Ajá, ya sabía yo! ¡Encontré algo, encontré algo!
Los cuatro se quedaron examinando aquellas marcas que tenía su amigo en el cuello.
—¿Qué es esto, Sam?
Samuel suspiró. Tanto esfuerzo para nada.
—Son picaduras —confesó—. Los mosquitos de mi habitación me tienen loco.
—¿Y por eso usas abrigo? —preguntó uno.
—Sí. ¡Míralas, son horribles! No quería tener a todo el mundo preguntándome qué me pasó, o si estoy bien, o cosas así.
—Pues la verdad es que sí son preocupantes, viejo. ¡Se ven muy grandes para ser de un mosquito! ¿Estás seguro que lo son?
—¡Pues claro que está seguro, idiota! ¿De qué van a hacer? ¿De un dragón?
Samuel asintió, dándole la razón a este último amigo.
—Estoy seguro. Cuando me despierto, siento una terrible comezón en las picadas nuevas. Aparte —pausó un segundo—, creo que los malditos me han enfermado. Me siento... débil.
—Será mejor que un médico vea eso —sugirió el más bajito.
Sam les prometió aquella tarde que iría a la enfermería de la escuela el día siguiente. Se dirigió a su casa pensando en los dichosos mosquitos. Desde hacía más de una semana, aquellos insectos infernales le devoraban por la noche. Cada día amanecía con nuevas marcas, siempre de dos en dos. ¡Si hasta parecía que se ponían de acuerdo y todo los desgraciados! Ya había intentado con el insecticida. Había fumigado su habitación hasta pensar que se moriría él intoxicado también. No surtía efecto. Serían mosquitos mutantes aquellos.
Solía sufrir de insomnio, por lo que ya se había acostumbrado a que una pastilla decidiera cuándo iba a dormir. Sin ellas, le costaba horrores poder dormirse y al día siguiente amanecía del mal humor. Decidió que tomaría el riesgo por aquella noche. Intentaría dormir sin las pastillas y cuando los mosquitos se acercaran a por su cena, ¡zas! Los iba a reventar. Hasta había comprado una raqueta que lanzaba descargas eléctricas al mínimo contacto con una mosca o mosquito.
Y así lo hizo. Terminó sus tareas, se dio un baño, comió algo y se dispuso a dormir. Su madre no llegaría hasta muy tarde en la madrugada. Tenía un horario muy complicado que, con mucha suerte, les permitía verse solo en las mañanas. Trabajaba arduamente por las calles de aquel sector en Londres para llevar el sustento que su padre nunca brindó. Sam verificó que las puertas y ventanas estuvieran bien cerradas, fue apagando las luces de la casa y se metió a la cama, impaciente porque aparecieran los engendros del mal. Se desharía de los mosquitos sí o sí.
En algún punto de la noche, la línea entre realidad y fantasía se desdibujó para Samuel Alger, permitiéndole entrar al mundo de los sueños. Después de todo, las pastillas no fueron necesarias. Dormitó tranquilamente durante algunas horas más. Dos, tres, quién sabe si cuatro. Pero, como sospechaba, los mosquitos seguían con hambre. Atacaron sin piedad su cuello. Incluso dentro del sueño, pudo sentir las punzadas en la piel. Claro, las pastillas ya no ejercían como anestesia. Se despertó rápidamente, otorgándose a sí mismo un golpe que lo dejó medio atontado. Tomó la raqueta y la encendió, dando manotazos al aire. Aquellos mosquitos no podían andar demasiado lejos. Aun al acecho, tanteó con la mano su mesita de noche y encendió la lámpara. Siguió buscando por la habitación a los insectos, con la luz apagada porque quería verlos electrocutarse e iluminar la penumbra.
Sin embargo, lo que descubrió le dejó la sangre congelada. Con el rostro pálido y los ojos muy abiertos, Sam contempló media silueta en la entrada de su habitación, a contraluz con la luz de la luna. Unos largos dedos, blancos como la nieve, acariciaban el marco de la puerta con un tamborileo tenebroso. Los ojos rojos de aquello combinaban perfectamente con el rastro carmesí que se chorreaba por las comisuras de sus labios.
Sam entendió que los que drenaban su sangre noche tras noche, no eran precisamente mosquitos.
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Susurros a medianoche
Horor¿Puedes verlos? Allí, tras los arbustos. ¿Ves sus ojos? Los veo cada noche, y me susurran cosas. ¿Quieres escucharlas tú también? Te prometo que no dolerá, ya verás. En la Tierra pasan cosas extrañas. ...