Relato XXV: La última confesión

118 10 0
                                    

       

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

       

Hace ya muchos días que las cosas han comenzado a cambiar. No sé cuánto tiempo llevo en esta cama de hospital, pero al principio era mucho más sencillo. Estaba consciente de la noche y del día, mi familia no se separaba de mí y casi que conseguía reírme de los malos chistes de mi primo Benito cuando venía de visita. Ahora me canso con mucha más facilidad. Paso más tiempo dormido que despierto. Apenas sé reconocer los momentos de vigilia y distinguirlos del sueño profundo.

No sé si temen que muera pronto. De los doctores nada he escuchado. Sin embargo, a mi familia le ha atacado una ola de sinceridad. Con algunos recuerdos borrosos entremedio, se cruzan en mi memoria sus voces y sus rostros según pasan y me hablan, como si desnudaran el corazón. El método siempre es el mismo. Entran a la habitación con cierto desdén, como si no fueran a hacer lo que habían estado ensayando, aunque saben que lo harán. Se permiten dar una vuelta por el cuartucho, que está exactamente igual de feo que como lo habían dejado de ver hacía, acaso, algunas horas. Entonces se sientan a la orilla de la cama, ponen las manos en el regazo o las entrecruzan sobre las rodillas. Luego del suspiro, comienzan a drenarse.

La primera en hacerlo fue mi hija Emily. Comenzó por recordar las veces que habíamos jugado en el parque y lo mucho que le gustaba que la impulsara en los columpios. Me contó que recordaba con cariño las veces que la llevé hasta el puerto a ver los barcos. Siempre le inspiraron libertad, decía. Al mirarlos, sentía que algo en ella también comenzaba a navegar, pero debía levar el ancla. Y para eso estaba allí. Quería levar el ancla, repetía.

Con esa rara metáfora, empezó a hablar de Carla. Y me enteré entonces de que, en realidad, no era su mejor amiga. Emily y Carla ya eran algo más que solo amigas la primera vez que la vi. Llevan una relación de tres años, de la cual solo conocen su madre y su hermano. Quise pedirle que se detuviera. No estaba en condiciones de escuchar ese tipo de cosas. No ahí, no así. Pero no encontré la fuerza. De inmediato, comenzó a decirme lo bien que se sentía con otra mujer, y lo feliz que Carla la había llegado a hacer. Tanto como jamás hubiera pensado, me dijo. Yo solo podía pensar en que aquello no era verdad. Conocía a mi hija mejor que nadie. No era cierto. Tendría que ocuparme de ese dilemita tan pronto regresara a casa.

A la rara confesión de mi hija le siguió una visita de Mae, la nana de nuestros hijos. Se limitó a recordarme sus años de buen servicio y entera disposición. Dijo que se sentía parte de la familia y que le apena demasiado tener que verme en aquel estado. Si por ella fuera, y con todo respeto, no hubiera venido. Prefería quedarse cuidando la casa. No obstante, su sentimiento de lealtad hacia mí le había arrastrado hasta aquí. Al principio, no sabía contarlo. Luego lo soltó tan pronto que estuve cerca de no llegar a entenderla. Lo que me dijo no era nada especialmente nuevo. Había pillado a Ed con marihuana en su habitación. Había intentado mediar con él, pero sentía la necesidad de que estuviera al tanto, aunque nada pudiera hacer. Quise pasarle la mano por el hombro, decirle que no se preocupara. Yo también lo había descubierto. Y había hablado con él. Hizo un compromiso conmigo y sé que lo ha estado cumpliendo, a pesar de que no pueda supervisarlo.

Susurros a medianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora