Yo era joven y vivía solo en una elegante casa antigua. Me tomó semanas limpiar cada habitación para poder por fin mudarme y, para no dejar que el polvo se convirtiera nuevamente en un monstruo poderoso, cada fin de mes llamaba a dos amigas para que me ayudaran con la limpieza. Ellas se dividían las dos plantas de la casa mientras a mí me tocaba el oscuro y húmedo sótano. Era una tarea un tanto asquerosa. En aquel lugar descansaban cosas que no eran mías. Al menos tres armarios, podridos por el tiempo y la saturación impregnada, servían como hogar para las cucarachas, arañas y otros primos repugnantes. Más de una vez me había planteado yo la manera de sacar aquellos armatostes de allí. Así dejarían de ser un estorbo y el sótano serviría para guardar otras cosas. El asunto era que no sabía cómo habían llegado a aquel lugar. Eran demasiado grandes como para pasar por la pequeña compuerta que daba acceso al sótano. Por ende, también eran demasiado grandes para salir por allí. La única solución era cortarlos sin compasión con una sierra, pero no me sentía en el derecho de hacerlo. Después de todo, aquellas cosas no me pertenecían.
De lo único que sí me había adueñado era de un espejo victoriano que permitía verte de cuerpo entero. El marco era dorado y, entre los hermosos detalles, había una inscripción. Busqué en internet el significado de aquellas letras a las que yo no podía otorgarles sentido. La traducción era: «Sonríe, hoy es un gran día». Desde hacía algunos meses, el espejo decoraba mi enorme habitación en el segundo piso.
En uno de esos días de limpieza, mis amigas llegaron un poco más temprano. Habían anunciado tormenta y teníamos la idea de pasarla en mi casa. Ellas habían traído todo tipo de aperitivos y juegos de mesa. Sabíamos que el sistema de electricidad no resistiría mucho tiempo y menos aun con aquella agresiva ventolera que azotaba las ramas de los sauces allá afuera. No tardamos mucho en poner manos a la obra para terminar lo antes posible.
Cuando la oscuridad arropó el cielo y las estrellas comenzaron a cintilar, ya nos encontrábamos en la sala, viendo los últimos avances acerca de la tormenta. Una de mis amigas leía uno de los libros de Green mientras la otra tomaba té acurrucada en el sillón que compartía conmigo. Yo tuve que retirarme para ir al baño y, justo cuando estaba abriendo la puerta para regresar, se cortó la luz. Como ya lo habíamos sospechado, colocamos lámparas alrededor de la casa y las velas en el comedor ardían como un faro que alumbra las tinieblas. Si nos perdíamos, allí era donde debíamos ir. No tardé en reunirme con ellas.
—Parece que será una noche larga —dijo una de ellas, la del libro—. Apenas faltan quince para las ocho y ya estamos a ciegas.
—¿Quién quiere palomitas? —propuso la otra—. Traje mi laptop y tiene la batería al cien, con muchas películas recién descargadas.
—Siempre y cuando no terminemos viendo My Little Pony 3D, por mí está bien —dije.
Me dirigí hasta la cocina para lavar dos tazones. Abrí las bolsas de palomitas que ya venían hechas y las eché, en el rosa iban las normales y en el azul las dulces. Odiaba las palomitas dulces así que esas se las comerían ellas solitas. Comenzamos viendo una de superhéroes, pero nos aburrimos a mitad y la cambiamos por una slasher antigua. Para cuando acabó, una ya estaba dormida y yo estaba somnoliento.
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Susurros a medianoche
Horror¿Puedes verlos? Allí, tras los arbustos. ¿Ves sus ojos? Los veo cada noche, y me susurran cosas. ¿Quieres escucharlas tú también? Te prometo que no dolerá, ya verás. En la Tierra pasan cosas extrañas. ...