Mi hija Valentina siempre ha sido una gran amante de los animales. Me ha repetido miles de veces su deseo por tener una mascota. Sé que le gustaría tener un perrito, aunque un gato no estaría nada mal, incluso un conejo le valdría. Cada día, antes de salir de la casa, antes de despedirnos en el colegio, cuando veníamos de regreso y a la hora de dormir me recordaba que tener un animalito le haría muy feliz. Y a mí me hubiese encantado dárselo, pero el problema es que vivimos en el noveno piso de un edificio donde no permiten animales.
Sin embargo, desde hace algunas semanas, el ímpetu de Valentina para recordarme el asunto de su mascota ha mermado considerablemente. Ahora solo lo menciona esporádicamente y en conversaciones que rápidamente cambian de rumbo. Al principio pensé que, al fin, había superado su obsesión y había entendido que no podíamos tener una mascota, pero luego de ciertos eventos poco comunes comienzo a dudarlo.
La primera señal que puedo recordar sucedió una tarde cuando llegaba del trabajo. Le había avisado a un amigo que iba a salir un poco más tarde del trabajo y le pedí de favor que recogiera a Valentina en la escuela y la dejara en el apartamento. Cuando llegué, me encontré con la escena de mi hija bañada en su propia sangre al fondo del pasillo. Nuestra foto familiar antes de que muriera su madre se había caído y los pedazos de vidrio hirieron a la niña. Me pareció bastante raro. La foto estaba bien anclada a la pared y lo suficientemente alta para que Valentina no la alcanzara ni de casualidad. Al preguntarle si había estado jugando por el pasillo, mi hija me confesó que no y alegó que ella solo había pasado en dirección a su cuarto y el cuadro se cayó por su propia gana.
En otra ocasión, eran más de las tres de la madrugada cuando empecé a escuchar ruidos, susurros en la sala. Con cautela me levanté de la cama, agarrando una lámpara como arma, y me dirigí hacia el lugar donde se originaban los ruidos. Me temía lo peor. Alguien había entrado al apartamento y quería hacernos daño a mi hija y a mí. Me armé de valor para encender la luz y descubrí a mi hija, acostada de cabeza en el sillón mientras veía televisión.
La situación ya comenzaba a alarmarme un poco. Decidí preguntarle a Valentina si todo estaba bien o si le ocurría algo. Ella me contestó que todo estaba perfectamente con mucha serenidad y se regresó a su cuarto, lugar del cual no salió hasta pasadas casi seis horas. Cuando entré a la habitación para llevarle algo de comida, mi hija leía un libro que yo nunca antes había visto.
—Lo saqué de tu estantería, papá —me dijo ella—. ¡Ya te estás volviendo viejo y se te olvidan las cosas!
Con escepticismo le arrebaté el libro de las manos y confirmé que algo estaba mal. Ni siquiera podía decir un idioma que se pareciera al que empleaba aquel texto. Nunca en mi vida había visto aquellas combinaciones de letras y de más está decir que el libro nunca había estado en mi estantería.
Consulté con un buen amigo psicólogo y, aunque me afirmó que no tenía por qué preocuparme, accedió a examinar a mi niña. Solo por si acaso. Después de algunas secciones me dijo que nada malo ocurría con Valentina. Era una niña normal, imaginando cosas normales para alguien de su edad y comportándose de manera sana como cualquier chiquilla. Aquellas palabras cálidas lograron tranquilizarme, adormecerme en un manto oscuro y cegador que no estaba exento de mentiras. Comencé a analizar las palabras del doctor y, tiempo después, encontré dudas en ellas. No estaba del todo convencido de lo que me decía a pesar de que sus gestos implicaran que sí. Sin embargo, para cuando me di cuenta ya era demasiado tarde.
Valentina había comenzado a comportarse de manera aun más extraña. Su mirada bailaba perdida, enfocada en una nada que parecía moverse con constancia. La chispa tan característica de mi hija se había perdido, ya apenas cruzábamos palabras. Sentía que se me alejaba cada vez más y más. Aquello me atemorizaba.
Se había convertido en costumbre que cuando el reloj marcase alrededor de las cuatro de la madrugada, Valentina se despertara y soltara un llanto horroroso. Intentaba calmarla contándole una historia, pero ya eran tantas las veces que aquello ocurría que mi biblioteca se vaciaba a la velocidad de la luz. Estaba consternado con lo que estaba ocurriendo.
Volví a contactar con mi amigo psicólogo y éste se excusó diciendo que ya no podría atender a la niña debido a que se encontraba fuera de la ciudad, en asuntos de negocios. Aun así le conté lo de los gritos a medianoche y él me recomendó algunos de sus colegas. De los cuatro nombres y números de teléfono que me dio, solo respondieron tres y ninguno me dio seguridad sobre una posible visita o consulta. Aparentemente tenían las agendas llenas y pasaban por una temporada muy ajetreada.
Tuve miedo, por un momento, de que algo estuviera mal dentro de Valentina. La mente del ser humano es un mecanismo muy complejo y frágil, delicado. Eran diversos los trastornos que podían ocurrirle y aún más innumerables las causas. Toda esta preocupación se derrumbó y fue reemplazada por una sensación aun peor, un sentimiento amenazante. Descubrí que el problema quizás no estaba dentro de Valentina, sino fuera.
Hace escasos minutos le pregunté a Valentina por qué ya no me hablaba de lo mucho que quería una mascota. Su respuesta fue como un golpe directo, sin anestesia.
—Por nada, papá. ¡Me encanta cuando el gatito nuevo ronronea! Pero me asusta mucho cuando se me queda mirando, en especial mientras duermo.
Casi respiro aliviado hasta que recordé que vivimos en el noveno piso de este edifico que no permite animales. Mi hija siempre quiso una mascota, pero no quiero responderme a la pregunta: ¿qué tipo de mascota juega con mi hija ahora?
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Susurros a medianoche
Horror¿Puedes verlos? Allí, tras los arbustos. ¿Ves sus ojos? Los veo cada noche, y me susurran cosas. ¿Quieres escucharlas tú también? Te prometo que no dolerá, ya verás. En la Tierra pasan cosas extrañas. ...