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El visitante era Yuri Yuki, a quien Yūya no había visto en un par de años. No eran amigos, pero ambos habían crecido en Maiami, lo que les había imposibilitado evitarse. Yuri siempre había sido guapo y conocido, un deportista que se había desarrollado antes que los demás y que atraía a las mejores chicas.

Yūya, en cambio, había tenido la constitución física de una judía verde y había andado siempre enfrascado en el último número de Popular Science o en una novela de Tolkien. Había crecido siendo el hijo menos favorito de su padre, el bicho raro que prefería estudiar los bivalvos, las gambitas y los poliquetos que quedaban atrapados en los charcos de la marea en la costa. Se le daban bien los deportes, pero nunca había disfrutado tanto de ellos como Zarc ni los había afrontado con la feroz energía de Yuto.

El recuerdo más vivo que Yūya tenía de Yuri Yuki se remontaba a séptimo grado, cuando les habían emparejado para hacer un trabajo sobre alguien del campo de la medicina, o de la ciencia. Tuvieron que entrevistar a un farmacéutico local, hacer un póster y escribir una redacción sobre la historia de la farmacología. Ante la indecisión y la pereza de Yuri, Yūya había terminado haciéndolo todo él solo. Sacaron un sobresaliente, que Yuri compartió a partes iguales. Pero cuando Yūya se quejó de que no era justo que Yuri se llevara la mitad del mérito por un trabajo que no había hecho, este le lanzó una mirada de desprecio.

—No lo he hecho porque mi padre no quería —le explicó Yuri —. Dijo que tus padres son unos borrachos.

Y Yūya no había podido rebatirlo ni negarlo.

—Habrías podido invitarme a tu casa —señaló Yūya hoscamente —. Habríamos podido hacer el póster allí.

—¿No lo entiendes? No te habrían dejado entrar. Nadie quiere que sus hijos sean amigos de un Sakaki.

A Yūya no se le ocurrió ninguna razón para que alguien quisiera ser amigo de un Sakaki. Sus padres, Yoko y Yusho, se habían peleado sin ningún pudor ni sentido del decoro, gritándose delante de sus hijos o sus vecinos, en presencia de cualquiera. No vacilaban en divulgar secretos sobre dinero, sexo, asuntos personales. A medida que se despedazaban uno al otro y se rebajaban al mismo tiempo, sus hijos aprendieron algo sobre la vida familiar: que no querían tener nada que ver con ella.

No mucho tiempo después del trabajo de ciencia con Yuri, cuando Yūya tenía unos trece años, su padre se ahogó en un accidente en barca. Desde entonces la familia se había desmoronado, sin horarios regulares para comer o dormir ni norma alguna. No extrañó a nadie que Yoko falleciera de un coma etílico en los cinco años siguientes a la muerte de su marido. Y, en medio del dolor, llegó un momento en el que los retoños de los Sakaki se sintieron aliviados por el hecho de que se hubiera ido. Ya no habría más llamadas en mitad de la noche para que fueran a buscar a una madre que estaba demasiado borracha para conducir después de ponerse en evidencia en el bar. No más bromas o comentarios humillantes de los demás, no más crisis surgidas de la nada.

Años después, cuando Yūya compró las tierras para el viñedo, tuvo que alquilar material pesado para remodelar el paisaje y se enteró de que Yuri había fundado su propia empresa. Hablaron tomando unas cervezas, compartieron cuatro bromas e incluso algunos recuerdos. Como favor, Yuri había hecho algunos trabajos para Yūya por una parte del precio habitual.

Incapaz de adivinar qué traía ahora a Yuri hasta la puerta de su casa, Yūya le tendió la mano.

—Yuki. Cuánto tiempo.

—Me alegro de verte, Sakaki.

Se midieron uno al otro con una breve mirada. Yūya estaba asombrado en secreto por la idea de que Yuri Yuki, cuya familia jamás había permitido que un insignificante Sakaki cruzara su umbral, fuera ahora a verle en su casa. El antiguo matón del patio de la escuela ya no podía patearle el culo ni burlarse de su inferioridad social. En todos los aspectos cuantificables, eran iguales.

Un Toque De Magia [ADAPTACIÓN +18] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora