6· Un ensueño revelador

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Para eso de las siete, estábamos yo y el tío Fileto, junto a una vela, cansados de pensar. Le habíamos dado vuelta al asunto ya varias veces, pero ninguna solución nos terminaba de convencer, o bien le encontrábamos algún problema. El tío insistía en que teníamos que dormir la siesta, así se nos ocurrían nuevas ideas, pero yo, que conocía la urgencia del asunto, lo convencía cada vez a que debíamos seguir pensando.

Habíamos perdido el tiempo un buen rato durante la tarde dándole vueltas a la idea de jalar la gigante pelota desde afuera, enganchándola al camión de un conocido que tenía el tío en un pueblo vecino. Pero esta idea presentaba muchas dificultades; como la de atar la pelota, que tenía una circunferencia estimada de unos dieciséis kilómetros... Así que, cansados y sin opción, decidimos contemplar otras nuevas alternativas...

―Ya sé ―dijo―, ¿cómo no se nos ocurrió antes? ¡Hagámosla explotar!

Lo miré con mi mejor cara de «¿te das cuenta de lo que estás diciendo?».

Además de tratarse de nuestra primera idea esa tarde, si la ejecutábamos íbamos a terminar con unos diez metros de harina y maicena sobre nuestras cabezas, aplastados por su peso... o lo que era peor, destruidos a causa de la onda expansiva.

Así que renunció a su idea de hacerla volar por los aires y siguió pensando, cruzado de brazos en la silla, mirando hacia abajo, hacia un costado.

―Entonces, comámosla ―dijo luego, presentando la idea con un maravilloso movimiento que hizo con la mano, de izquierda a derecha, como presentando una nueva lavadora automática.

Lo volví a mirar con la misma cara de antes.

Se dio cuenta que comer una desabrida masa de poco más de un millón de kilos no sería nunca una buena idea, aun cuando todos en el pueblo estén dispuestos a comerse una porción, o dos.

Así que hizo un pequeño gruñido y siguió pensando... O eso creí que hacía, porque al cabo de un rato, le pregunté si estaba bien, porque estaba muy callado, y me dijo que «sí», que «estaba pensando», pero luego me acerqué hasta su rostro y me di cuenta, en la penumbra, que se había dormido. Tenía el mentón apoyado en el pecho y respiraba por un hoyuelo que había formado con sus labios hacia la comisura izquierda, de manera que yo no pudiera ver que estaba durmiendo.

―¡Tío! ―le grité.

―¿Ah? ¡Ah, sí, sí!, estoy... ―dijo levantando la cabeza―, estoy pensando, ¿no ves? ¿Ves?, hay que hacer algo ―divagaba―... hay que hacerla explotar, explotar para adentro... ja, ja, explotar para adentro, qué tonto ―dijo, riéndose de lo que había dicho.

De pronto teníamos una solución en ciernes, pero buena al fin. Abrimos bien grande los ojos y como sabiendo lo que iba a decir el otro, dijimos al unisono:

―¡Hay que hacerla implosionar!

Fileto y la pelota descomunalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora