15· La última cena

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De las seis hasta casi las ocho dormitamos en las sillas. El novedoso reloj del tío Fileto sonó a las siete cuarenta y cinco de la mañana.

Nos quedamos inclinados hacia atrás y con los brazos cruzados sin intercambiar palabras por un buen rato, aprovechando el poco tiempo que nos quedaba para despabilarnos, unos cinco minutos, digamos, hasta que el tío Fileto, con su cariño tan especial me dijo:

―Muy bien, holgazán apestoso, hay que continuar... nos toca entrar en la cloaca y poner todas estas porquerías, pero no sin comer algo antes... no vaya a ser que mi sobrino no se pueda las patas allí dentro ―dijo, mientras sacaba una bolsa de galletitas de una alacena que estaba junto al lavabo.

El garaje, como ya he mencionado antes, se encontraba en el fondo del patio, separado de la casa, y era el lugar donde el tío Fileto hacía sus experimentos por la tarde. Era extenso: tenía espacio para dos autos y los domingos lo usábamos de quincho. Tenía un fogón y espacio para mesas y sillas. El tío guardaba todo tipo de comida en esa alacena, para cuando le entraba el hambre después de hacer explotar un transistor y cosas por el estilo.

Las galletitas estaban húmedas y blandas.

―Intenté abrir el paquete con el cosito ese para abrir ―me dijo, refiriéndose a la cinta roja de los envoltorios de galletas―, pero se rompió y me arruinó el paquete entero, así que los puse en esta bolsa... hará unos diez días ―dijo.

Mientras comía una galleta tras otra, con un hambre voraz, me puse a pensar en mamá. Me la imaginé en la cama, sin poder dormir, mirando el techo, histérica, refunfuñando contra el tío Fileto y toda la situación. No era de ponerse así, pero este tipo de cosas sí que hacían que se pusiera de mal humor.

―Tu mamá debe estar durmiendo ―dijo el tío con la boca llena, como si me hubiera leído la mente.

―Claro, si puede...

Entendió la ironía.

―Sí que puede... le llevó el apunte al intendente Torello, con todo eso de prender las hornallas y calefactores... así que sí; puede.

―¿Y Torello que tiene que ver en todo esto? ―le pregunté.

―¡No parecés sobrino mío, Chechito!

Me quedé mirándole, esperando una respuesta. El tío Fileto también me miraba. Terminó de masticar y me dijo:

―Monóxido de carbono, ¿te suena?

―No.

―Bueno... básicamente... tu mamá está dormida ―y en seguida se metió otra galleta a la boca, como intentando demostrar que no quería dar explicaciones científicas.

―Quiero verla ―le dije.

―¿Dormir?

―¡No! ¡Saber si está bien!

―Ah, sí, está bien, Chechito, creeme. Ya comprobé los niveles de monóxido de esa casa, con todas las cosas prendidas, y no hay ningún riesgo de morir...

Estaba horrorizado de lo que acababa de escuchar:

―¿Te quisiste suicidar? ―le pregunté.

―¡No!, quería saber, nada más, que estaríamos a salvo si nos olvidábamos la estufa prendida...

―Decime que hiciste la prueba cuando mamá y yo estábamos afuera...

―Bueno... de haberlo hecho de esa manera, hubiera obtenido resultados sesgados, y no es la idea ―me dijo, y se llevó otra galleta a la boca, a sabiendas de lo que eso significaba.

Me lo quedé mirando con los ojos entreabiertos. Él me miraba también, pero con indiferencia, comiendo una galleta tras otra. Hasta que exasperado por la presión, soltó:

―¡Es ciencia, Chechito! ¡No parecés mi sobrino, che! ¿Seguro que sos hijo de tu mamá? Pues, a veces, no lo parece... Hay que hacer sacrificios por la ciencia, sino mirá a Marie Curie, por ejemplo...

Y después de un rato, en el que solo se escuchaba su crujiente masticar, dijo cortante, luego de tragar y ponerse serio:

―Te puedo asegurar que tu mamá está bien.

La seriedad con la que dijo esto último, pocas veces vista en tío Fileto, fue lo que me tranquilizó. Me relajé, bajé los hombros, que hasta entonces habían estado tensos, y sin que tuviera que expresar ni una palabra, el tío respondió la pregunta que tenía en mente:

―Nosotros estuvimos a salvo por dos cosas: en primer lugar porque no le hicimos caso al bufón de Torello, así que solo recibimos una pequeña cantidad de monóxido residual del resto del pueblo que sí le hizo caso; y en segundo lugar por eso ―apuntó con el mentón hacia el agujero que conducía hacia las cloacas―... El monóxido tiende a caer, es más pesado que el aire, así que se fue por las cloacas cuando abrimos la tapa...

―¿Entonces es peligroso abajo? ¿O no?

―Es muy probable que se haya disipado, así que no hay peligro ―me dijo.

Asentí con la cabeza, ya más tranquilo.

―Pero lo peligroso en realidad sería quedarse acá, arriba ―me dijo de nuevo.

Y los hombros se me tensaron de nuevo.

―¿A qué te referís?

―Al oxígeno, ¿te suena?

―No ―le contesté―, ¿entonces mamá está en peligro?

Parecía un déjà vu.

―¡Agrr! ―soltó el tío revoleando los ojos... se había dado cuenta que no le convenía profundizar en eso― Dejalo, hacé de cuenta que no te dije nada...

―Pero...

―Bueno, ¿vamos? ―me dijo a modo de disuadirme de hacer más preguntas, mientras se paraba y se golpeaba las manos para sacarse las migas húmedas que se le habían quedado pegadas entre los dedos.

Mi modorra era épica, supuse que todo estaría bien, a pesar de mis dudas, así que me levanté y estiré cual gato dormilón y le dije:

―Está bien, vamos.

―Bueno. Vos llevá el filtro y las válvulas y yo llevo el taladro explosivo ―así le habíamos apodado― y el resto de las herramientas y los tornillos.

El tío buscó la linterna y dos pares de botas de goma que tenía en el Chevy SS. Luego tomó la carretilla que estaba apoyada contra la pared y la dejó caer por el agujero como si le respaldaran diez años de experiencia. Me tiró un par de botas y luego, y se metió en el pozo, mordió la linterna muy al estilo Rambo, me miró por última vez y comenzó a bajar haciéndose el corpulento.

Me puse las botas, que me quedaban enormes, plegué las válvulas y filtros para que quepan en el agujero ―habíamos planeado eso― y le seguí.

Era la primera vez que me introducía en esas misteriosas excavaciones. Debo admitir que sentí bastante miedo, pero pronto mi vista se aclimató y pude ver el extenso túnel, que acababa en un pequeño puntito oscuro hacia el final de aquella galería subterránea.

―Ahora ―dijo el tío Fileto, apuntando con la linterna― hay que caminar hacia el puntito ese.

Tiró las cosas que llevaba en una mano en la carretilla ―incluyendo el taladro explosivo― y dijo:

―Al que madruga, Dios le ayuda... ¡Ah no, ese no! ―se corrigió a sí mismo y dijo entonces―: Sin prisa pero sin pausa. ¡Eso quería decir! ―y se dispuso a marchar a paso ligero.

La carretilla se zarandeaba con las imperfecciones y piedras del suelo y se movía de un lado al otro al son de los frenéticos cantos del tío Fileto, que rebotaban y hacían eco en las paredes del oscuro desagüe. Pensé que explotaríamos ahí mismo, pero como usted ya ha comprobado, le estoy contando el cuento, así que supongo que hemos vivido.

Fileto y la pelota descomunalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora