9· El jolgorio y la estampida

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La gran pelota comenzó a subir, al punto que logramos salir del garaje y ver el dantesco espectáculo desde el patio de casa. Una luz de refilón comenzó a entrar desde todas direcciones por el horizonte, creando un ambiente tétrico y lleno de misteriosas sombras en todas direcciones, que se proyectaban en el suelo.

Gigantescas columnas de masa se expandían desde los techos y pendían desde lo alto, donde se encontraba la mayor parte de la pelota. Algunos de esos hilos, los más finos, de unos varios metros de espesor, se soltaban desde arriba y caían en el pueblo haciendo un ruido ensordecedor. Otros hilos parecían péndulos que a veces se pegaban a las casas y se curvaban por la inercia.

Era una imagen surrealista.

Y más pronto que tarde se sintió el festejo de la gente que, entusiasmada, pensaba había logrado solucionar el gran problema que estaba sobre sus cabezas.

Recuerdo que pensé, al escuchar ese clamor, que la gente siempre prefiere las soluciones rápidas, incluso aunque fuesen ineficaces a largo plazo, y que las que tardan en llegar les impacientan, aunque sepan que son estas últimas las únicas que pueden salvarle el pellejo, de verdad.

En ese momento de jolgorio, vi salir a mí mamá por la puerta trasera de casa a contemplar el espectáculo. Ella me miró a mí y luego al cielo. Ninguno de los dos atinó a hacerlo como en las películas: salir corriendo, en busca del reencuentro...

Lo cierto es que la solución anhelada estaba bastante lejos de producirse, pues, cuando la pelota se veía del tamaño de un disquito blancuzco, parecido a la luna, a la que le colgaban algunas tiras de masa volando al son del viento cual hórrido ser alienígena, la pelota comenzó a caer, tal como habíamos calculado con el tío Fileto.

Lo que se había visto en el cielo como un disquito inofensivo había cambiado a discote ofensivo, que caía a gran velocidad hacia nosotros. Las tiras de masa de la pelota, que antes habían estado debajo, se desplazaron hacia arriba y se zarandeaban con violencia pareciéndose esta a una gigantesca medusa, cayendo a toda prisa.

Pronto se sintió la estampida y el griterío de la gente que, asustada, se percató que era el fin de todo lo que conocían. Se habrán lamentado de no haber comido más caramelos, o haber bebido más brandy o ensalada de fruta y cosas por el estilo, al tiempo que se daban cuenta de que las soluciones rápidas nunca funcionan a largo plazo...

Todos corrieron hacia el refugio más cercano. En el caso del tío Fileto y yo, el amparo era el garaje. Y vi correr a mamá en dirección opuesta, hacia la casa, protestando:

―¡Te voy a matar, Fileto! ―y cerró la puerta con tal fuerza que el ruido quedó grabado en mi mente.

―¿Y yo qué hice ahora? ―contestó, también corriendo, el tío Fileto.

Ya llegando al garaje sentí que me tomaba por detrás y me tiró a toda velocidad sobre el piso. Él cayó encima de mí, pero enseguida salió rodando hacia un costado. Había cumplido, por fin, su deseo de hacer lo que veía en las películas de Rambo o vaya a saber cuál cómic que leía por la noche, de esos que cuando una granada está a punto de estallar cerca de algún niño indefenso o un rehén desprotegido, el héroe le salva el pellejo tirándosele encima y rodando con él hacia una zona de no peligro...

La cuestión es que casi me quiebra un codo... y sin ninguna necesidad, porque yo ya estaba adentro del garaje...

Fileto y la pelota descomunalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora