14· La cerrazón

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Cuando don Nicasio se levantaba muy temprano por la mañana, tenía la costumbre de prender la radio y escuchar algún que otro tanguito y las noticias matutinas. Llueva o haga viento, sacaba su silla por la puerta trasera y se sentaba a respirar el aire fresco mañanero y escuchar a los pajaritos cantar.

La mañana en la que se levantó y observó que afuera todo estaba oscuro, sin ser posible que así fuese, habrá dicho con toda seguridad:

―¡Qué flor de cerrazón! ―al mirar por la larga ventanita, junto a la puerta de su angosta cocina, esperando al lado de la estufa a que el agua esté a punto para el mate.

Y es que don Nicasio intentó sacar su silla, como todas las mañanas, pero esta se quedó pegada en la «cerrazón» nomás intentó atravesarla por la puerta.

Nunca en su curtida y larga vida había visto niebla tan densa como esa, y era la primera vez en muchos años que un fenómeno meteorológico le impedía llevar a cabo su rutina diaria.

Ni siquiera el viento vuela techos de la temporada de vendavales del pasado año había logrado amedrentarlo: en esa ocasión, también tomó mate y escuchó un tanguito, con el volumen de la radio bien alto, sí, y con los pelos bailando al son de los remolinos. Así y todo, el muy tozudo gaucho regresó victorioso al interior de su casa con el mate lavado, una hora y media más tarde.


La cerrazón, como le llamaba don Nicasio a la pelota de masa, permanecía impoluta desde el día anterior.

Ese día, la había notado por primera vez al regresar de su siesta, a eso de las cuatro de la tarde. Se le hacía llamativo que esa mañana, incluso antes de ir a dormir la siesta, había sido un día agradable y soleado, y la radio había pronosticado tiempo cálido y seco...

A eso de las cinco de la tarde de ese mismo día, había encendido dos velas e intentó hacer unos llamados telefónicos, para preguntar qué pasaba, pero el tubo telefónico no emitía sonido alguno. Luego encendió la radio, pero esta emitía solo un ruido blanco. Entonces había buscado por toda la banda hertziana... y nada. Le tocó todos los botones y le sacó las baterías, y se las volvió a poner... y nada. La dio vuelta y le pegó un sacudón... y nada.

Se había cansado de la tecnología y apuntó para el patio... y se acordó de la niebla. Exasperado, pensó que ir a leer el diario sería una buena idea... pero ¡para leer necesitaba luz!

―¡Pero ay juna! ―exclamó.

Así que no tuvo más alternativa que prepararse una elaborada sopa de verduras. Se la tomó, y como buena alondra tempranera, ya estaba bajo las sábanas poco antes de las ocho de la tarde. Así pues ―al igual que nosotros― no se enteró de que había una ordenanza municipal de prender todas las estufas, hornos y calefactores a las ocho en punto de la tarde.

Dicen que se extrañó del sueño tan profundo de esa noche.

La verdad es que fue a causa de la aislación acústica producida por la masa, y por monóxido de carbono emitido por el indiscriminado uso de estufas que tuvo lugar esa tarde, procedente de las casas aledañas.


La cuestión es que se resignó a pasar otro día adentro, a causa de la cerrazón que aquejaba al pueblo desde el pasado día y se dispuso entonces ―no sin antes rezongar un poquito― a escuchar salsa en unas de las radios AM de un pueblo aledaño. Y así fue que escuchó la noticia...

―¡Qué maicena ni ocho cuartos ―dijo―, eso es flor de cerrazón!

Hasta que se paró, le metió el dedo a la cerrazón, sacó una pequeña porción y se la comió. Y dijo con énfasis:

―¡Qué cerrazón ni ocho cuartos, esto es flor de maicena!

Así que, una vez corroborado los dichos radiales, hizo entonces lo que se proponía, y se unió de este modo al intendente y al meteorólogo, que fueron los únicos en todo el pueblo que hicieron caso al segundo comunicado que las radios AM habían estado difundiendo durante la madrugada... ¡y qué suerte que así fue!

Porque al cabo de unos cuantos minutos don Nicasio se dio cuenta que el mazacote no se iba, así que enseguida se dispuso a cerrar las ventanas y puertas y apagar los artefactos a gas.

El calor era agobiante.

Se sentó junto a la mesita de su angosta cocina para tomar mate en la única silla que le quedaba ―la otra seguía pegada en la masa―, y pensó que, por primera vez en casi treinta años, un fenómeno climático le había arrebatado su diaria tradición... Pero no solo eso; por primera vez en plena mañana sentía que una fatiga y un cansancio irresistible se apoderaban de él. Tan profundo fue ese sueño, que se desplomó ahí mismo, sobre la mesa, dormido, y dejó caer un hilo de baba, que surcó la gris superficie de su mesita de fórmica.

Junto a sus coetáneos, había caído en las serenas y somníferas manos de Morfeo...

¡Y para colmo comenzaba a escasear el oxígeno!

Fileto y la pelota descomunalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora