18· El temblor de la tierra

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Para las nueve de la mañana, todos en el pueblo, viejos y jóvenes, perros y gatos, permanecían en un profundo y peligroso sueño, al borde de la muerte. El exceso de monóxido de carbono y la falta de oxigeno estaban ya en estadio crítico, cuando, para colmo, el suelo comenzó a vibrar y las lámparas de los techos zigzaguearon. Se oyó un fortísimo tronar, que se prolongó por unos quince segundos.

Tan fuerte fue el temblor, que a don Nicasio le cayó un pedazo de cielo raso en la nuca, pero, a su suerte, no era ni muy grande ni muy filoso. Las sacudidas hicieron que se desplazara el conjunto mesa-silla-Nicasio hacia el centro de su angosta cocina, hasta que finalmente el conjunto silla-Nicasio se despegó de la mesa y quedó el viejo baboseándose la rodilla.

También Torello ―y María Marta― sufrieron las consecuencias: una de las patas al pie de su cama, la que siempre se andaba venciendo ante el peso del intendente, se soltó por completo, y parecía que estaban en un bote en alta mar... hasta que cayeron como dos bolsas de papas, uno encima del otro.

El gato que predecía el clima también cayó de su cama como si fuera un bicho bolita y así como cayó, quedó, con una pata detrás de su nuca y la lengua afuera. El meteorólogo la sacó barata, pues a él solo se le cayó un pie afuera de la cama, y quedó, vaya a saber porqué, en posición transversal sobre ella.

Demás está decir, a estas alturas, que todas las cosas sueltas se movieron de su lugar... esto incluye el Chevy SS del tío Fileto, que apareció con la trompa metida en el fogón del garaje.

El pueblo parecía una esfera de nieve, de esas de juguete, siendo manipulada por un gigante, causando los susodichos desparramos, mas no era ni cerca algo tan fantástico ni fabuloso: era una bomba de proporciones atómicas explotando debajo de sus pies, dejando un hoyo de unos quinientos metros de diámetro.

El tronar se detuvo poco a poco.

Quienes habían quedado confinados al hospital, fueron los únicos que pueden dar fe de lo que pasó después, ese mismo día. Las cantidades de tubos de oxígeno disponibles en aquel lugar, sumado al conocimiento de los médicos y enfermeros, que a sabiendas de los peligros, no adhirieron al pedido radiofónico, lograron contrarrestar la narcolepsia, y podían observar, estupefactos, todo lo que estaba sucediendo.

Al igual que en el resto del pueblo, sufrieron el sacudón. Era realmente peligroso caminar allí, entre la oscuridad, las agujas, los tarros de alcohol rotos y los bisturíes y tijeras de cirujano. El único lugar seguro del aquel sitio era el pasillo principal, donde se encontraba la mayoría de la gente, sentada contra la pared o recostada en los bancos de espera.

Una enfermera ―corpulenta y con un bigote pelusa―, desde hacía bastante tiempo quería hacer lo uno ―y lo segundo en estado gaseoso―, así que pasado el estruendo no le importó nada y se hizo paso, con su linterna, entre los cacharros desparramados en el suelo y llegó hasta el baño. Entró y dejó la linterna apoyada sobre el lavabo, de modo tal que la luz apuntara hacia el techo e iluminara así de forma homogénea todo el cuarto, y se sentó en el inodoro.

Estaba haciendo lo primero ―y segundo en estado gaseoso―, viendo el desparramo de cosas en el suelo y sacándose los pelos del flequillo, pegados a su frente a causa del calor y la transpiración, cuando comprobó que una aguja de jeringa comenzaba a rodar solita hacia la rejilla del respiradero.

Cayó dentro.

La enfermera abrió la boca, sorprendida.

Pero más le sorprendió ver que el resto de las cosas esparcidas cerca eran poco a poco absorbidas por la rejilla. Pronto se formó un mazacote de pelusas y cacharros que emitía un extraño soplido, hasta que finalmente el agujero se chupó con violencia todo ese enjambre y se llevó puesta la rejilla.

Al cabo de un momento comprobó que la situación era más bien grave.

Su pie izquierdo se estaba arrastrando hacia el respiradero, pero su trasero y el inodoro eran uno, haciendo un efecto sopapa. Sintió que si no hacía algo contra esa succión que venía desde abajo iba a quedar dada vuelta cual calcetín mojado. Dicen que la muy ingeniosa enfermera, tan preocupada como lo ameritaba la situación, metió un dedo entre el inodoro y el muslo, y esto causó un fuerte 'psss', que se escuchó en todo el hospital.

Zafó del inodoro, pero inmediatamente el respiradero le engulló la pierna hasta la altura de la rodilla. Se aferró entonces a la base del lavabo con ambas manos, boca para arriba, y de un tirón logró liberarse de la potente succión. De tanto sacudón, la linterna que ella había dejado en el lavabo se le cayó en la cabeza, y esta pronto comenzó desplazarse, también, hacia el hoyo. En un movimiento imponente, digno más bien de la mujer maravilla, tomó la linterna antes de que el agujero se la tragara.

Pudo pararse a duras penas, ayudándose del barral de las toallas.

Más cosas estaban siendo engullidas. Su pierna ocupaba la mayoría del hoyo, pero como el respiradero era cuadrado, seguía absorbiendo por cada uno de los cuatro triangulitos que se habían formado alrededor de su pierna. Era como un agujero negro, con especial predilección por el algodón, los envoltorios de papel y las cosas livianas, que devoraba al ritmo de un comensal hambriento de spaghettis en un restaurante italiano.

Ya incorporada sobre sus pies, se acomodó la pollera y salió del baño a toda velocidad, como expulsada hacia el pasillo principal. Se alisó el chaleco con una mano, con un marcado nerviosismo y, por algún motivo que ni ella supo, dijo:

―El baño está tapado ―soltó en el oscuro pasillo, lo más relajada que pudo, hablándole a quienes sabía se encontraban en los bancos de espera, secándose la transpiración de la frente con la parte de atrás de su mano y con un pierna más grande que la otra.

A nadie le importó lo del baño, porque algo más importante estaba sucediendo fuera.

Se oyó un crepitar pastoso procedente de extramuros y más pronto que tarde afloró un chorro de luz por cada una de las ventanas del pequeño edificio sanitario. La gente, sentada contra las paredes o acostada en los bancos del pasillo, se paró desconfiada a observar el magnífico espectáculo.

Miraban hacia la luz, aún estando encandilados, con los ojos achinados y la muñeca en la frente.

De afuera procedía toda esa luz... un día soleado, y la brisa no tardó en atravesar de punta a punta la institución a través de sus ventanas, rotas todas, por la succión. Una viejita, que había ido a hacerse una dentadura la tarde anterior, cerró los ojos y dio un suspiro profundo, lleno de gusto, cuando una brisa golpeó su rostro húmedo producto del tufo vaporoso del interior, que poco a poco comenzaba a disiparse.

El ambiente olía a masa, pero no había indicios de que esa cosa estuviera flotando sobre sus cabezas.

Fileto y la pelota descomunalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora