20· El inmediato después

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Don Nicasio no despertaba. Seguía ahí mismo, en su casa, con la cabeza apoyada sobre la rodilla y las manos a ambos lados, colgadas de modo tal que tocaban el piso.

Parecía muertito.

Y así es la vida... al final, el chiste de hacer una pelota gigante puede que se lleve alguna que otra vida, sobre todo la de los más indefensos y débiles, que suelen ser los viejos, los niños y los animales. Hay que afrontar las consecuencias.

De pronto uno de sus dedos hizo un tic, y como quién saliera de un letargo, pronto, diferentes partes de su cuerpo comenzaron a contraerse. Pero se detuvo de súbito, y así quedó por otro buen rato... duro. Si lo hubiera visto un médico le hubiera diagnosticado, sin dudas, un rigor mortis, es decir, la muerte. Pero luego sucedió algo impensado:

¡Se levantó como si nada!

Se tomó un mate, y como notó que estaba frío, puso la pava en la hornalla. Esperó a que el agua estuviera lista y mientras tanto puso la mesita de fórmica en su lugar. Miró el desparramo de platos rotos y cubiertos en el piso; refunfuñó y sacó su silla al patio trasero, en la que había estado sentado todo ese tiempo ―la otra había sido engullida por la implosión― y la puso en el jardincito, en el mismo lugar de siempre, bajo las parras.

―Se jue la cerrazón.

Se metió adentro y volvió al jardín con la pava y el mate y se sentó a contemplar la mañana. Se le hizo un poco tarde, eran las once de la mañana, pero el tozudo don no podía empezar su día sin su desayuno.

Por los agujeros de la parra pasaban grandes chorros que luz.

―¡Cuanta eficiencia ―dicen que dijo―... que pasó el podador y ni cuenta me dí!


El sol entraba por la ventana y cubría a María Marta, que a su vez cubría a Torello, que a su vez, apoyaba la cabeza en el piso.

Abrió los ojos de súbito a eso de las diez de la mañana. Despegó su cara del suelo produciendo el ruido que hace una cinta adhesiva al ser despegada de una superficie lisa y, para su espanto, se tocó la cara, que parecía un busto de masilla blanda que se había caído al piso desde una mesa.

Se aseguró de que María Marta viviera. Vivía. La corrió a un lado y se paró. Aún estaba un poco mareado.

Así y todo, viéndose en el espejo de la cómoda, horrorizado, contestó la llamada radiofónica que le había despertado. Era otra vez su informante secreto, y su consabido alfabeto militar. Le decía, a resumidas cuentas, que Fileto había hecho detonar la bomba y que había logrado con ello salvar al pueblo entero de una muerte asegurada.

Esta vez, Torello no refunfuñó. Se limitó a un solemne silencio. Ahora estaba en sus manos, declarar al tío Fileto como un terrorista descarriado o un ciudadano ilustre.

Además se dio cuenta de que ese era un momento perfecto para terminar con ciertos asuntos que, desde hacía ya muchísimo tiempo, le acuciaban, para ser exactos, desde la muerte de su gato Pochoclo...

Según se supo más tarde, dio un suspiro y se dispuso a redactar una carta, en su escritorio, al pie de una ventana llena de luz matinal.

Tomó luego un papiro, uno de esos que solo usaba para cosas importantes, y lo escribió con el mayor de los cuidados que pudo.

Fileto y la pelota descomunalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora