Capítulo 11

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Álex llegó a hacerse a sí mismo la broma cruel de que su regalo por cumplir diecisiete años fue la pérdida de su capacidad para efectuar lo único que le daba orgullo: interpretar música sobre un gran escenario. Su madre solía presionarlo para que volviera, pues creía que ese temor no era más que uno de sus caprichos y veía las recomendaciones de los médicos para que recibiera atención psicológica como absurdos.

Paola creía que conocía a su hijo. Con todas sus malas manías, su pésimo comportamiento, nulo desempeño académico y actitud cambiante. Sin embargo, a casi un año del fallecimiento de Álex, la mujer no podía evitar sentirse como una estafa. Pero, sobre todo, avergonzada de sí misma por haber intentado ayudar cuando ya era muy tarde, por no frenar los maltratos que le proporcionaba su marido y, por el contrario, pensar que eran necesarios.

Después de lo de Álex, todo lo que había construido perdió sentido, o más bien, los cimientos falsos se derribaron, mostrándole que lo que creía, era su familia, nunca lo fue, que nada en su vida era perfecto o estaba bien. Las imágenes de la noche que llegó a su hogar después del trabajo, encontrando la habitación de su hijo hecha pedazos, el móvil destrozado y el cuerpo del joven en el suelo, inconsciente y con un charco de sangre alrededor, serían muy difíciles de borrar.

Además, ni siquiera deseaba que se esfumaran, sentía que lo merecía por haberle fallado.

Paola no sabía por qué decidió ir al cementerio esa mañana, nunca fue una mujer de fe y ver la lápida con el nombre de su hijo escrito, la llenaba de rabia. A pesar de todo, fue capaz de contenerse, manteniendo la compostura, el semblante inflexible y guardando el dolor en su interior, dejando que la quemara por dentro. La mujer giró hacia su derecha, donde se encontraba la joven que fue novia de Álex durante más de un año, y la última persona que habló con él antes de que tomara esa decisión.

Angie lloraba desconsolada, mientras era abrazada por su amigo Dani —que también era cercano a Álex—, Paola tenía sentimientos encontrados respecto a la muchacha, durante meses se clavó la idea de que Angie era igual de culpable. Aunque, más en el fondo, sabía que solo lo hacía como una forma de compartir el peso que cargaría consigo.

Para demostrarse a sí misma lo atrás que se quedaron aquellas ideas, se estiró, colocó la mano en la delicada espalda de la joven y le dio un par de palmadas. Un gesto torpe, que consiguió acaparar la atención tanto de Angie como de Dani, quienes la contemplaban anonadados. Paola, sin querer, recordó el porqué de esa reacción, ya que durante el funeral de su hijo no permitió que nadie se le acercara a darle el pésame. Fue demasiado esquiva y desagradable, se concentró en su llanto, en expresar todo su dolor y frustración.

—Jamás lo entenderé —resopló Angie, se restregó los ojos con las manos, haciendo que su potente maquillaje oscuro se corriera.

—Creo que nadie lo hará —contestó Paola.

La mujer cerró los ojos, mientras se cuestionaba si su hijo tuvo miedo o si se preocupó por el daño que le haría a los demás.

—¿Y, ¿cómo estás? —le preguntó con torpeza Dani. Aunque ambos vivían en la misma ciudad, no tenían noticias del otro.

—No lo sé —musitó la mujer.

—Lo siento —corrigió el joven, agachó la cabeza y se concentró en la hierba seca bajo las suelas de sus zapatillas.

Paola negó y le sonrió con amargura.

—No existe método o manual para lidiar con todo lo que pasó —concluyó ella.

—¡Pues debería! —intervino Angie con rudeza, se separó de su amigo y cruzó los brazos.

Dani se encontraba incómodo, al borde de estallar y confesarles una verdad que le carcomía la cordura. Sabía que si la soltaba lograría que la culpa de ambas se redujera, que pasara a ser solo de él.

Entre estrellas muertas y conspiraciones | Resubiendo |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora