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El ambiente festivo también se dejaba sentir en las calles marginales. No, no era exclusividad de las clases pudientes. En las esquinas y bodegas escaseaban las decoraciones, pero a esas horas de la noche, figuras mixtas de tacones y escotes recorrían la calle, acechando y dejándose acechar por autos que circulaban como tiburones a contracorriente.

Uno de aquellos autos se detuvo a su lado, a mitad de la calle. Tanta fue su sorpresa que tardó en reaccionar. Repuesto de la impresión y tras un intercambio de palabras, se subió sin más trámite, bañado en silbidos y palabrotas de los demás habitantes de la noche.

La experiencia le decía que tuviera cuidado: no era normal que alguien así de atractivo se fijara en él. Sin embargo, le sugirió un par de rincones cercanos para concretar el negocio y obtuvo una respuesta negativa.

«Mi departamento —dijo su cliente—, quiero cambiar de aires».

La radio estaba encendida y sonaba música electrónica para aliviar el silencio. El auto olía a nuevo. Subía a uno diferente cada noche, pero los demás olían a humo y a sexo. Este, en cambio, tenía una fragancia ajena al mundo que conocía.

Las calles se fueron transformando conforme cambiaban de escenario. Pronto los cuerpos en las veredas, ofreciéndose quien pasara, quedaron atrás. El ambiente mutó de marginal y desolado, a céntrico y bullicioso. Arboles bien cuidados y aceras bien iluminadas, decoraciones de colores que colgaban de postes de luz, letreros luminosos en los escaparates que deseaban «Felices Fiestas» a quienes pasaran por enfrente, edificios modernos y gente pululando.

La noche aún era joven y la ciudad, insomne.

Perdió la noción del tiempo y dejó de prestar atención al camino. Cuando se dio cuenta el auto se había detenido y tenía todas las razones para alarmarse. No era lo usual terminar en el Upper East side de Manhattan. Conocía el área, más de una vez la había recorrido como un perro vagabundo con el rabo entre las piernas. De haber sabido que iba a ir a parar por esos lares, se habría vestido menos evidente.

Una vez más, la experiencia le golpeó en la cara, recordándole su condición en el mundo. El auto estaba estacionado y su cliente de turno se impacientaba. Le acababa de preguntar «si estaba esperando una invitación» y no supo qué responderle. Por un momento había pensado que todo iba a terminar en ese mismo estacionamiento. Pero incluso alguien como él se daba cuenta de que ese auto estaba demasiado nuevo como para ensuciarlo con tales faenas.

Dejó que su cliente lo condujera, en medio del silencio que le era familiar a ese tipo de encuentros. Primero hacia el elevador, luego por un pasillo y finalmente, a su departamento tal y como había prometido. Iba mirando al suelo, cómo sus zapatos gastados desentonaban con el corredor alfombrado. Apretó las mangas de la chaqueta de cuero y, por no fijarse, casi chocó con la amplia espalda de su cliente,.

Ingresaron. El dueño de casa abandonó al muchacho en medio de la sala. Sabía que lo estaba siguiendo con esos ojos azules asustados. Fue lo primero que notó al verlo de cerca: esa mirada de animal de la calle, aterrado por el contacto humano. Sí, pues, le había dado curiosidad, de esas que no te dejan dormir hasta que por fin la encaras y te sacias de ella.

Dejó su propia chaqueta en el perchero junto a la ventana y pudo ver cómo los ojos del chico se iluminaban. El ventanal le despertó curiosidad, tanta que dejó a un lado su escandalosa timidez. Lo vio avanzar dos pasos, para luego darse cuenta de lo que había hecho, quedarse petrificado.

—¿Tienes un nombre? —preguntó el dueño de casa, acercándose con un cigarro en la mano y un sobre en la otra.

—Noel.

Cachorros y AmosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora