María

61 5 2
                                    

Cuando recibió el correo, Santiago no esperaba encontrarse con esas páginas que lo sorprendieron, que lo tocaron profundamente. Había conocido a María en una fiesta, y después de una charla amena quedaron en que intercambiarían correspondencia, así que este texto que había recibido era una muestra de lo que María podía hacer: escribir. Cuando Santiago llegó a casa subrayó con rojo las partes que más llamaron su atención, el texto se llamaba Melancolía de género en Orlando, de Virginia Woolf; después dobló las hojas y las guardó en su cuaderno de apuntes, el libro rojo. Al día siguiente, después del trabajo, al regresar a casa, lo primero que haría sería transcribir lo subrayado a su libreta de apuntes. Pero pasaron días y semanas y meses antes de que se decidiera a hacerlo. 

Un día, al caer la noche, después de mirar la película de Christoffer Boe, Director’s Cut, a pesar de sentirse muy cansado, Santiago transcribió lo leído tiempo atrás en la libreta que había titulado así: Algunas cosas sobre mí y otras historias

«Cuando uno habla se convierte siempre en otro. Hoy, al comenzar a hablarles, dejé de ser aquella que escribió (que escribe) estas palabras. Me convierto en una escucha más, ocupo otro lugar, atravieso el tiempo y el espacio, y aparezco entre ustedes. Me escucho. Escucho una escritura. Una voz. Viajo». 

[...] 

«Según Judith Butler, nuestra manera de lidiar con la pérdida es a través del trabajo de duelo que implica reincorporar al objeto perdido en el yo. Esta reincorporación se logra a través de un acting-out, pasaje al acto psicoanalítico, de una representación que actúa las características del objeto perdido. Nos representamos en el otro o representamos al otro a través de una narración para poder adquirir una identidad. Nuestra supuesta identidad es un relato que nos narra, una metanarración constante e inconsciente que en el caso de la novela, por su naturaleza ficcional, es evidente. Una invitación a vivir nuestra alteridad constitutiva, una invitación a no olvidar aquello que se nos escapa en cada instante». 

Después de transcribir lo subrayado, Santiago se quedó en silencio por horas, recostado sobre su cama. Se reconoció incapaz de escribir alguna reflexión sobre lo leído, lo trascrito, de alguna manera traducido. Buscaría a María para hablar sobre ello. Al menos procuraría responderle el correo, aunque no sabía qué le diría. 

Después de todo ese silencio Santiago cerró el cuaderno y apagó la lámpara del buró, pero al hacerlo rozó la bombilla y se quemó el dorso de la mano izquierda, cerca de los nudillos. Sin saber por qué, este accidente hundió a Santiago en una profunda depresión. Algo estaba mal y no sabía cómo repararlo. Tenía problemas con la memoria, no podía concentrarse y ahora cometía demasiadas torpezas, sentía como si alguien más estuviera actuando y pensando por él, como si algo o alguien quisiera eliminarlo, pero en poco tiempo se quedó dormido y olvidó todo. En aquellos últimos meses, Santiago se quedaba dormido súbitamente, pero el sueño no aminoraba su cansancio, parecía como si mientras durmiera lo molieran a golpes, pues cuando despertaba se encontraba mucho más cansado de lo que había estado el día anterior. María le recordaba a Camila, pero también a Constanza, ¿o ambas eran la misma? María era pelirroja y le recordaba a todas las mujeres que alguna vez había tenido, pero también a todas las que tendría y a las que nunca tuvo. Pero ¿cómo era Camila y cómo era Constanza? Santiago no recordaba nada, y ¿por qué habría de hacerlo?, ¿era importante que tuviera memoria de cada mujer que conocía o había formado parte de su vida de alguna manera en particular? Santiago jamás volvió a tener noticias de María, así como tampoco supo nunca, bien a bien, si en verdad era pelirroja o rubia o morena o castaña. Pero ese, como todos los detalles importantes de la vida, con el tiempo dejaron de tener importancia para Santiago, hasta que, simplemente, se dejó morir.

El libro de SantiagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora