Caía la noche...

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Caía la noche. Encendió el televisor. Por suerte, la película apenas comenzaba. O parecía que comenzaba. Un hombre narraba la historia, lo que parecía el comienzo de la historia, y después de que dijo: «Recuerden, todo esto es ficción. Todo siempre es una reconstrucción pero, incluso así, duele», Santiago se quedó dormido otra vez. 

Cuando despertó, no podía dejar de llorar, la película hacía mucho que había terminado y el televisor permanecía encendido, con la pantalla llena de ruido blanco. Santiago sentía la terrible pérdida de algo, de alguien, pero no se trataba de eso, no se trataba de extrañar algo o a alguien, se trataba simplemente de no poder dejar de llorar, se trataba de ver cómo todo se pierde tarde o temprano, y Santiago recordó un encabezado que había leído hacía tiempo en una revista: «Mi vida es una larga lista de gente diciendo adiós». Después Santiago vomitó, se sentía culpable, sentía la angustia que sucede al arrepentimiento, pero Santiago no sabía por dónde empezar a pedir perdón, ni siquiera sabía si eso era lo que debía hacer, pedir perdón y comenzar de nuevo, porque nadie cambia nunca, recordó Santiago. Ya varias personas se lo habían dicho: «Nadie cambia nunca». 

Su tristeza se hizo más profunda, casi insoportable, y a Santiago le estaba costando mucho trabajo encontrar algo de dónde pescarse para hallar alivio. Entonces fue que su corazón no pudo resistir más y decidió jugarle una mala pasada. Eran las cuatro de la mañana y el teléfono estaba a una distancia que Santiago no pudo librar para pedir ayuda, por lo que, de un momento a otro, Santiago dejó de existir. Era invierno. 

Cuando lo hallaron, el paramédico que lo vio se hizo la pregunta de siempre: «¿En qué pensaremos justo antes de morir? Alguien debería hacer un libro de relatos con ese tema». 

El paramédico reconoció que el rostro de Santiago era horrible, la imagen perfecta para ilustrar la culpa, pero ¿cómo saber que se trataba de la culpa, del arrepentimiento? Podría ser sólo una reacción al dolor físico, aunque también al dolor del alma. 

Mientras esperaba la llegada del Ministerio Público, el paramédico vio algo parecido a un cuaderno con pastas duras. El libro era rojo, adentro había notas, recortes de periódicos, fotografías, hojas arrancadas de libros, y el paramédico consideró adecuado quedarse con el ejemplar. Siempre lo hacía, robaba algún documento de las personas a las que hallaba así, muertas. Tal vez con eso pensaba construir su libro, con esos pedazos de muerte, información que transformaría en un libro de relatos que hablaría de lo que hacen o piensan las personas justo en el momento de morir, pero ¿qué era exactamente eso de morir? 

Antes de que amaneciera aquel día, mientras cumplía con la guardia, el paramédico comenzó la lectura del libro de Santiago. Estaba excitado, le emocionaba imaginarse a sí mismo a punto de morir, en la impostura de un condenado a muerte, a eso jugaba cuando leía los documentos que robaba a los muertos. «¿Estaría leyendo este libro Santiago antes de morir? ¿Estaría escribiéndolo? Morir escribiendo. Escribir muriendo. Moría para escribir. Escribía para morir». 

Su turno terminaría hasta pasado el mediodía, así que el paramédico tendría tiempo de sobra para terminar todo el libro y viajar por su imaginación hasta construir toda una historia, porque para eso servía el tiempo, para construir historias, pero sin quererlo ni darse cuenta se quedó dormido, justo cuando el narrador contaba el inicio de la historia, lo que parecía el inicio de la historia, justo donde aclaraba que todo era una reconstrucción, una mezcla de verdades y mentiras…  

Cuando el paramédico despertó no podía dejar de llorar, simplemente no podía, sentía un vacío inmenso en su interior, como si la vida se le estuviera yendo, como si en verdad estuviera a punto de morir y tuviera que hacer algo para salvarse, pero no sabía por qué sentía todo eso, simplemente no sabía por qué.

El libro de SantiagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora