Conversación

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Todas las ventanas están abiertas. Las paredes del departamento son blancas, ¿siempre han sido así, tan blancas? Ningún olor que pueda decirse propio de esta casa es reconocible. Hay pocos muebles, pocas cosas, unos cuantos libros de los cuales no puede reconocerse ni el título, menos el autor; también hay trastos, pocos, los necesarios para atender a dos personas, a lo mucho. Una mesa pequeña, un futón sucio, lleno de polvo, como si nadie se hubiera sentado nunca en él, un par de sillas, una cama, y en la cama un hombre, desnudo, mirando al techo, también blanco, discos, algunos aparatos electrónicos, de nuevo las paredes blancas, otra vez las ventanas abiertas. En este lugar no hay objetos que contengan algo que pueda llamarse vida, la vida de alguien, por lo que vivir aquí, adentro, sería igual que vivir afuera, en la calle, sin nada, desterrado. Para lo único para lo que sirven estas paredes blancas, sin manchas, sin huellas, sin heridas, sin nombre, es para sentir un poco menos el viento frío del invierno, y ya eso es suficiente. Así, unas cosas con otras, el afuera con el adentro, se mezclan aquí y ahora, por lo que en este instante todo es confusión, es como si se tratara de un lugar no lugar, de un sitio sin fuerza, sin alma, de un espacio que podría ser la casa de cualquiera, la casa de nadie, memoria en desuso. 

Santiago ha dormido bien, y eso, más que reconfortarlo, lo hace sospechar de algo, de algo que debe estar cambiando, aunque desconoce si para bien o para un fatal destino, pero ¿cómo saber cuál es el rumbo de la vida, sobre todo de la suya?, ¿cómo poder acceder al orden natural de las cosas para hacerlas «bien»? Mientras Santiago pensaba en esto y esperaba a que el agua para el café estuviera lista, sonó el teléfono. Era Aidé. 

—Estoy bien, madre. Creo que estoy bien. Te agradezco que llames. 

—Me tenías preocupada. Nadie sabe nada de ti. He estado llamando todos estos días. ¿Dónde has estado? 

—Ya sabes, por un lado y por otro. Trabajando, durmiendo. De todo un poco. 

—¿Saliste de la ciudad? 

—Sí, toda la semana. 

—Hiciste bien. Debes estar fuera, divertirte. 

—Lo sé. 

—Todos han hablado para saber cómo estás, dónde vives ahora, si estás vivo, al menos. 

—Estoy vivo y estoy bien, ya te lo he dicho; de lo demás, lamento que te molesten con eso, ya me encargaré de llamar a todos. 

—¿Has comido bien? 

—Estoy hecho un cerdo. 

—Tampoco te excedas. 

—Hago ejercicio, lo sabes. 

—Pero no eres constante, nunca lo has sido. 

—Eso es cierto, pero qué quieres que te diga. 

—Bueno, me da gusto que estés bien. 

—Gracias. 

—¿Sigues escribiendo? 

—No, ya no hago nada de eso. 

—Qué lástima. Oye, este fin de semana se estrena la obra, me encantaría que estuvieras ahí. 

—Sabes que haré lo posible.

—… 

—Lo sé, procuraré no olvidarlo. Pero últimamente olvido muchas cosas y hago otras sin saber por qué, algo me está pasando. Es como si tuviera ruido blanco en la cabeza, es como si mi memoria no quisiera trabajar más. 

—Pues cuídate y no dejes de llamar. Me preocupas. 

—Todo saldrá bien, no te preocupes por mí. 

El libro de SantiagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora