El peso de la memoria

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Santiago salió temprano de casa para comprar el diario. No, no es verdad: Santiago salió temprano de casa porque se vio obligado a hacerlo por una hora o dos, y al regresar a casa, aún de mañana, compró el diario. Sergio había dedicado su columna a la memoria, lo que no sorprendió a Santiago, pero le hizo esbozar una sonrisa. «Ahora resulta que a todos nos preocupa la memoria», pensó. 

Lo que dio motivo a Sergio para escribir sobre la memoria fue la película The Final Cut, de Omar Naïm, que Santiago no había visto, así que leyó la columna y encontró cosas que ya conocía, pero también información que llamó su atención. 

Como Sergio mencionaba, también varias películas recientes tocaban el tema de la memoria: The Forgotten, de Joseph Ruben; Eternal Sunshine of the Spotless Mind, de Michel Gondry; The Machinist, de Brad Anderson, y Memento, de Christopher Nolan. Sin embargo había una película también reciente que hablaba de la memoria y que Sergio había olvidado mencionar: Código 46, de Michael Winterbottom, y también otra de la cual ni Santiago ni Sergio tenían conocimiento porque se exhibiría un año después de que Sergio escribiera su columna, The Jacket, y en la que se trata un tema del que ambos habían ya conversado: el futuro estaba en el pasado y viceversa, el tiempo era sólo uno, y atormentarse por el pasado y por el futuro era una locura, así como lo era angustiarse por el presente. La vida se trataba de vivir al margen del tiempo, pero para eso era necesario encontrar en el lenguaje el verbo justo y, más difícil aún, conjugarlo de manera adecuada. Sólo así podría vivirse en paz. 

Sergio era su amigo y, de alguna manera, su maestro. Le había enseñado mucho sobre periodismo, pero más sobre literatura. Le enseñó que escribir estaba reservado para muy pocas personas, no necesariamente iluminadas. «Escribes un libro cuando los dioses te lo permiten», decía. Así, le enseñó que él no era uno de aquellos elegidos. Los dioses, como el tiempo, nunca habían estado de su lado. 

«Esta semana se dio a conocer que el filósofo catalán Manuel Cruz ganó el Premio Anagrama de Ensayo 2005 con una obra que trata justo de la dificultad de vérselas con el pasado, y que expresa su reserva ante lo que denomina exceso de memoria. Las malas pasadas implica, de acuerdo con su autor, un modesto manual de instrucciones para manejar adecuadamente lo que ha quedado atrás». 

Después de leer este párrafo, Santiago pensó: «escribir cansa». Se echó sobre su cama y escuchó un disco de fado. Era Amália, ¿o era un disco de ranchera, Chavela? No se sabe con precisión. No hay registros claros ni fiables sobre aquel momento. Todos los datos eran falsos. Pero la mañana aún era fresca cuando Santiago, entre la vigilia y el sueño, tuvo conciencia de algo: el colibrí al que miraba todos los días se había marchado, hacía mucho que no lo había visto beber cerca de su ventana. No recordaba con precisión cuándo había sido la última vez que había visto al colibrí pasearse por la ventana. Tampoco sabía si en realidad había habido alguna vez un colibrí en su patio ni si había sido él quien había colocado el bebedero rojo allá afuera, pudo haber sido alguien más, tal vez el inquilino anterior. Tal vez simplemente alguien le había contado una historia de bebederos, patios y colibríes, ¿o lo había imaginado? No lo sabía, y tampoco le importaba. 

«El asunto decisivo de la memoria nada tiene que ver sólo con la dinámica que ésta suele sostener respecto del olvido: lo contrario del olvido no es la memoria, sino la verdad. En todo caso, lo contrario de la memoria no es la verdad tampoco, siempre tan relativa y construible al arbitrio como el propio registro de todo lo acontecido, sino, más bien, la exactitud. Allí se anudaría cualquier tribulación en torno del pasado. El legítimo corte final». 

Así terminó Sergio su columna sobre el peso de la memoria. Santiago no tuvo muy claro qué pensaba al respecto de este último párrafo, sólo que en definitiva su preocupación por el tiempo y la memoria estaba directamente vinculada, por su tendencia al olvido, a la pérdida de memoria que experimentaba desde hacía años, a la forma en que procuraba mantenerse vivo, ligado a la realidad o ciertas precisiones y certezas sobre su identidad y lo que creía que era su vida, escribiendo todo lo que consideraba eran sus recuerdos: «escribir cansa», volvió a pensar Santiago, tomó la pluma, abrió el libro rojo lleno de polvo y anotó: «Escribir cansa, y si cansa, ¿por qué hacerlo? Escribo para dejar constancia de mis recuerdos, los reales, pero también y, sobre todo, de los inventados. La literatura es memoria, todos somos editores de nuestros recuerdos y es imposible no serlo. Nos construimos a través de un relato de lo que creemos es nuestra vida, creamos nuestra identidad sobre esta idea y, entonces, ¿por qué a veces es tan difícil cargar con la memoria, encontrar qué hacer con tantos recuerdos? ¿Realmente queremos saber quiénes somos? Escribo para explicarme a mí mismo y a los demás, escribo para procurarme una verdad y dejar constancia de ello, para sentir que yo vivo el tiempo y no que el tiempo me vive a mí. ¿No es esto de una inmensa soberbia?». 

Enojado, Santiago cerró el cuaderno de notas y se echó de nuevo sobre la cama. Quería pensar en algo sobre lo cual escribir sin que le provocara angustia, escribir debería ser un acto positivo y luminoso que lo reafirmara en la vida, pero al poco rato se quedó dormido sin darse cuenta, se quedó dormido sin encontrar, otra vez, un tema sobre el cual escribir sin sentir dolor, cansancio, hastío, y así se le iba la vida. Era otoño y no había problema, Santiago creía que no había problema.

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