El libro de Santiago

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«¿Por qué escribir ahora, después de tantos años, de tantas palabras, de tantas lágrimas, de tantos recuerdos? ¿Por qué escribir ahora y no después?, o ¿por qué no lo hice antes? La verdad es que no lo sé. No lo sé y dudo que tenga una verdadera importancia. Lo único que sé es que las cosas cambiaron, las cosas cambian todo el tiempo y a pesar nuestro. Por ejemplo, este libro no es lo que yo quería que fuera, y no tengo manera de evitar su transformación, simplemente no puedo escribir de lo que yo pensaba escribir, es como si hubiera una continua fractura de todo mi ser, una especie de extravío permanente. 

»El título del libro existe desde hace muchos años, desde aquel día en que me regalaste este cuaderno rojo de pastas duras, cuando volviste de aquel largo viaje tuyo al Puerto de Veracruz, ¿recuerdas? Cuando comenzó la gran caída, nuestra gran caída. 

»No recuerdo cómo se me ocurrió el título y cómo es que quedó en mi memoria, pues no tengo la más remota idea de cómo se forman los títulos de los libros, los poemas, los cuentos, los nombres de las personas. De repente ya están ahí, dados, y qué se le hace, nada sino serles fiel hasta que las páginas se acaban, hasta que los días que nos han sido dados se extinguen. 

»Así, el inicio de este libro es tan arbitrario como será su fin. No es un proceso ni decisiones que tenga muy bien controladas. No sé por qué empecé como empecé, por qué sigo escribiendo como ahora escribo, y no sabré por qué y qué escribiré cuando acabe este libro que ahora hago para ti. ¿En verdad lo estaré haciendo para ti? 

»El libro de Santiago comienza diciendo tu nombre, diciéndolo como si fuera la primera vez que alguien alguna vez lo hubiera dicho. Pero no habrás de reconocerte ya en esa palabra, sino en aquella que se esconde debajo, en los años enteros de silencio que están debajo de la palabra que enuncia tu nombre a través del mío, debajo de todos esos años de triste espera, de triste olvido. 

»El libro de Santiago se pregunta en qué momento sucede la fractura, la entrega del espíritu a los brazos del mal. Se pregunta en qué parte de la historia natural de uno mismo está el bache del cual nadie sale nunca bien librado. Se pregunta cuántas palabras se necesitan para decir poco y después cuánto silencio se necesita para explicarlo todo. Así, en El libro de Santiago me pregunto en qué momento me volví inhumano, y si alguna vez hallaré el perdón, la oportunidad para emprender el regreso. 

»A través de El libro de Santiago quiero encontrar el camino de regreso a casa. Quiero saber que este viaje es necesario y urgente. Que la fractura no es precisamente una fractura, pues la palabra es ese intento, ese viaje, esa búsqueda en la que casi siempre se anda a ciegas, con la esperanza de hallar la luz, creyendo que algo, otra palabra, otro verbo, algún día nos otorgará el perdón, el permiso para volver a casa. 

»Pessoa escribió que nadie se amaría a sí mismo si de verdad se conociera, y es posible que entonces todo esto de escribir libros sea justo todo lo contrario de lo que intentamos que sea, y termina siendo así un simple maquillar todas las grietas del alma, un cubrir todo ese irse de la vida, nuestra propia vida, segundo a segundo, verbo a verbo, nombre a nombre. No escribimos para saber quiénes somos ni para reconciliarnos con nosotros mismos, sino que escribimos para dejar constancia de nuestra eterna caída, de nuestra irremediable perdición. Todos los libros del mundo podrían incluirse en un solo gran libro, El libro de la cobardía, que comienza diciendo mi nombre, comienza con un título que dice mi nombre. El libro de la cobardía está hecho de puros títulos, y en él no hay verbos, sólo nombres, voces que se atropellan unas a otras, sólo gritos que nadie escucha. En El libro de la cobardía está la única verdad: no hay perdón, no hay camino de vuelta, y escribir sobre eso y querer vencer la adversidad es inútil, y al tiempo necesario. Todos escribimos sobre nuestra propia vida y nadie puede detenernos, nos ha sido impuesta esta condición de autores, y el lenguaje es entonces sólo una herramienta que usamos diario para no morir de angustia, para no morir, en nuestra propia alma, de anemia. 

»En esta página se termina este libro imposible, se acaba una época oscura y turbia de mi vida, un tiempo que me fue dado sólo para sufrir y pagar por todos mis errores. No reniego de mi pasado; lo acepto y lo cargo con humildad y con gozo, pero a partir de la siguiente página, en cuanto dé vuelta a la hoja, este libro habrá terminado y comenzaré la escritura de otro, de otros más». 

Pero después de estas palabras, todo fueron hojas en blanco. Aunque al final, en la última página, estaba escrito un nombre, una fecha y una ciudad, como si el libro en verdad hubiera sido escrito y terminado, como si en sus páginas en verdad hubiera palabras que tuvieran que ser leídas, verbos que tuvieran que ser conjugados. A lo mejor así había sido, pero hoy en esas páginas no había ya nada. Tal vez escribir no era entonces precisamente escribir, y a lo mejor escribir no era precisamente todo esto de agarrar la pluma y abrir el cuaderno; tal vez escribir era otra cosa, aunque de igual manera siempre tuviera que ver con eso de las hojas en blanco y las pastas duras. Hasta hoy, los libros siempre habían sido libros, y las palabras nunca habían sido nada. El nombre con el que se firmaba al final El libro de Santiago no era Santiago, era cualquier otro nombre, escrito en un lenguaje incomprensible. Y así estaba bien. ¿O era importante también explicar todo eso? No lo sé. No lo creo. Y allá va otro libro sin nombre a la pila de mis libros sin autor. Sigue siendo raro, pero ya se me está haciendo costumbre.

El libro de SantiagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora