CAPÍTULO 11

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El viernes contiguo Felipe no asistió a nuestra salida de los viernes. De nuevo me había puesto una pésima excusa. Supuse que sería porque quería evitar a toda costa que estuviésemos los dos solos. No entendía por qué razón.

Así que me volví a mi casa caminando con Manuel.

—Es un tarado —le dije—. Seguro no me quiere ni ver.

—Dejá, ya voy a hablar con él.

—¿Qué? ¿Estás loco? Además a él le gusta Ariana. 

De pronto Manuel dejó de caminar y me agarró del brazo.

—¿Vos de verdad pensás que le gusta Ariana? ¿No ves cómo te mira a vos? No está ni cerca de cómo la mira a ella. Y si tan solo supieras...

—¿Qué?

—Emm, te voy a decir la verdad para que te quedes tranquila —dijo cuando prosiguió la caminata—. Odio verte sufrir. Pero si Felipe se llega a enterar, me mata.

Comencé a no entender nada.

—Hace como mil meses que estamos tratando de ayudar a Felipe, con Tomi y Ari, para que pueda decirte lo que le pasa.

Esa vez fui yo la que dejó de caminar. Me quedé anonadada.

—¿Cómo? —pregunté con la voz entrecortada.

—El pibe tiene mucha vergüenza. Piensa que vos lo vas a rechazar por ser tu amigo, y tiene miedo de perder la amistad; la relación. No hay forma de convencerlo de que lo haga. Todos los viernes cuando vuelve de almorazar con vos, le preguntamos por un grupo que tenemos a ver si se animó a decírtelo, pero nunca sucedió.

—No puedo creerlo.

—Son tal para cual —se sonrió Manuel—. Reitero, jamás te conté esto, ¿sí? Así que, ahora que ya sabés, andá y decile todo.

Ahí fue cuando comprendí todo. Comprendí que aquella carta que Felipe había escrito con tan hermosas palabras era nada más ni nada menos que para mí. La escribió con la intención de que yo la leyera. Por eso era que no le importaba a dónde la dejara, y estaba tan convencido de que "ella" —o sea yo— la iba a leer. Y Ariana le hacía la segunda. Ella se encargó de agarrar la carta; y por mala suerte yo la vi hacerlo. Eso no debía pasar.

Después me enteré también que aquella noche que volvimos ebrias de la casa de Juana, y Ariana se levantó como recordando algo, ese algo había sido que Felipe le había confesado que yo lo volvía loco. Pero claro, no podía decírmelo ella.

Ese día no pude parar de sonreír. En el almuerzo, mi mamá me preguntó por qué estaba tan contenta y yo le inventé algo que no recuerdo. Pero en realidad estaba siendo el día más feliz de mi vida. Y eso que todavía no sabía lo que estaba por pasar.

Tomé una decisión. No aguantaba un solo día más. Esa misma tarde, me vestí casual con un short y una remera y salí para la casa de Felipe.

Felipe vivía a unas quince cuadras de mi casa, por lo que no me tardé mucho en llegar. Yo sabía que estaría ahí. Antes de tocar el timbre, suspiré. No, no me animaría. Me volví para atrás.

Pero después pensé, 'no puedo ser tan cobarde; es ahora o nunca'. Y regresé hacia la puerta. Toqué el timbre.

Me comencé a poner demasiado nerviosa, y pude sentir una gota recorriéndome la sien. Mis manos también transpiraban.

Tras unos minutos me abrió él mismo la puerta. Sonrió de una manera extremadamente eufórica al verme.

Llevaba puesta una musculosa gris al cuerpo, que le dejaba a la vista los músculos de sus brazos junto con sus tantas venas marcadas en ellos; y una bermuda corta verde militar. Además, tenía un desodorante de hombre que me volvía loca.

Era la segunda vez que iba a su casa; pero la primera vez que fui sola.

—¡Emmi! —exclamó cuando me vio—, ¿qué hacés acá? No me avisaste que venías, mirá cómo estoy.

¡Si ese atuendo no era presentable para recibir visitas, yo estaba hecha una crota!

—Quería darte una sorpresa, ya que hoy no fuimos a comer juntos. Te extrañé.

—Yo también —dijo en un tono de voz casi imperceptible.

—¿Qué estabas haciendo? —pregunté cuando cerró la puerta atrás de mí.

—Estaba en mi cuarto escuchando música. De suerte que escuché el timbre. Estoy solo en casa.

—Ah, bueno, si molesto...

—No, para nada. Quedate. Vamos a mi cuarto. Si querés hacer otra cosa decime. Después podemos merendar.

Estaba a punto de ir a su habitación. Sí, por ahora era el día más feliz de mi vida.

Subimos la escalera y él no paraba de contarme cosas que yo escuchaba con sumo interés. Lo que fuera que me dijera, a mí me resultaba interesante.

—Qué lindo cuarto —fue lo primero que le dije ni bien entramos.

Cerró la puerta detrás.

La casa era enorme. Para llegar a su habitación tuvimos que atravesar dos pasillos y una sala de estar. Era una suite y estaba pintada de rojo. Tenía más espejos que ropa, guitarras colgadas, un mapa gigante con alfileres de colores —que eran los lugares que había visitado y a los que le gustaría ir—, una televisión enorme y un equipo de música con parlantes y aparato de Dj, entre otras cosas.

—¿Sos Dj? —le pregunté.

—No lo soy, pero me gustaría —rió—. A veces hago mezclas pero cuando estoy solo en casa.

—A ver, quiero escucharte —desafié.

—¡Noo! Estás loca. Cuando me anime a mostrar lo que hago, puede ser. Ahora me da vergüenza.

—No seas tonto... Soy yo. No te voy a juzgar. Para mí, todo lo que hagas va a estar excelente.

Sonrió con todas sus fuerzas, dejando a la vista sus blancos y perfectos dientes.

—Sos lo mejor —me dijo.

Prendió el equipo, se sentó de espaldas a mí, y comenzó a presionar botones que sonaban muy bien. Puso una canción y con sus habilidades la empezó a hacer remix.

Lo miré con cara de que le salía increíble y se mordió los labios inferiores, sin dejar de sonreír y tocar el aparato.

Cuando volvió a darme la espalda pensé que ese sería el momento. Me acerqué a su espalda y me agaché para que mi cabeza quedara en su hombro derecho. Puse una mano en mi rodilla derecha y con la otra lo agarré del hombro izquierdo.

—¿Qué decís? ¿Debería tocar en fiestas? —me preguntó sin sacar la vista del equipo. Aún sonreía.

—Obvio que sí. No tenía tus habilidades musicales, eh —le dije casi al oído.

—Soy una caja de sorpresas —masculló luego de dejar de hacer sonar el tema. El silencio reinó nuevamente.

Giró su cabeza en dirección a la mía y nuestras narices quedaron a unos pocos centímetros. Nos miramos a los ojos con una mirada intensificada y profunda pero sin decir una palabra. Nuestras respiraciones se mezclaban. Llevaba cierta cantidad de pecas en el rostro que nunca había divisado.

—Bueno, si querés te toco otra —aulló mientas alejaba su cabeza de la mía.

Pero en un brusco movimiento le agarré la cara con mi mano derecha y la coloqué mirando hacia mí.

—Mejor callate y besame —solté, y acto seguido le estampé un excitante beso en medio de sus labios.

Cómo me hice lesbianaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora