(2) Recuerdos

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Christina se tumbó sobre una de las hamacas que había sobre la cubierta del barco, dispuesta a descansar y desconectar de todo aquello que acababa de pasar. Durante esa hora el personal del Malatesta no paraba de dar vueltas por aquí y por allá para preparar el buffet de la comida, por lo que ella decidió intentar dormirse y que la despertaran cuando acabaran.

Cerró los ojos, con la intención de dejar la mente en blanco y que el sueño la consumiera, pero el rostro de ese tal John Powell no dejaba de aparecer, y el sentimiento se repetía. ¿Estaría enamorada de él? Sacudió la cabeza, que ella supiera solo se había enamorado una vez en la vida. Sí, ella creía que era amor verdadero, cuando ves a esa persona y al instante sientes que es la correcta... No, no podía pensar en aquello. El amor la había traicionado, para ella no existía. Suspiró e intentó volver a despejar su mente, intentando olvidar. Se concentró en el rumor de las olas y el sonido de algunas voces ajetreadas que pasaban por cubierta. Los latidos de su corazón se ralentizaron hasta que, por fin, se sumió en un profundo sueño.

Christina la agarró de la mano, era difícil decir cual de las dos estaba más nerviosa. Inspiraron las dos juntas y rieron, más por los nervios de la situación que porque les hiciera gracia. Se conocían desde hace bastante tiempo, se querían, y ella había decidido que ya era el día de presentársela a sus padres. Ya tenía veintiún años, y su novia veintitrés, eran suficientemente adultas para saber lo que sentían la una por la otra, y que su relación iba totalmente en serio.

Christina empujó la puerta del restaurante con la mano que le quedaba libre, y reconoció a sus padres sentados en una mesa del fondo. Se los presentó a su novia, y jamás olvidaría la cara de admiración que se le quedó a su madre. "Es preciosa" le susurró al oído. Christina se rió, ella sabía mejor que nadie lo hermosa que era, y la suerte que había tenido. La contempló, como miles de veces antes, y quedó hechizada de nuevo por aquellos preciosos ojos verdes azulados, como el mar.

Entre sus labios gruesos enmarcó una sonrisa encantadora dirigida hacia su suegro, y sus dientes blancos resaltaron sobre su piel morena. Se había arreglado su melena castaña, aunque Christina la prefería con aquellas ondas naturales que aparecían tras salir de la ducha.

Christina sonrió, dormida, al recordar todo aquello. Por supuesto, obtuvo la aprobación de sus padres. Era una chica dulce y tranquila, pero decidida y sabía cuando frenar el carácter de Christina.

Christina le tapó los ojos y, agarrándola de la mano, la guió hacia su sorpresa. Sabía que ambas amaban el mar, y era una oportunidad para demostrarle lo mucho que la quería. "Bienvenida al Malatesta" le susurró al oído. La chica ahogó un grito de alegría y abrazó a su novia. "Te quiero" dijo, seguido de un beso en los labios.

Christina suspiró, y murmuró su nombre.

Las semanas que pasaron en el barco fueron increíbles. Sus padres se lo habían regalado a Christina por su vigésimo-tercer  cumpleaños, y ella se había encargado de ponerlo a punto y contratar a una tripulación para hacer un viaje con su novia. No tenían pensado llegar a ningún sitio, simplemente disfrutar de la travesía las dos juntas.

Sin embargo, las cosas no salieron tan bien como planearon. Pero Christina no quiso dar la vuelta y volver a casa, ya que su orgullo se lo impedía. No iba a permitir que una persona le estropeara un viaje para el que llevaba toda la vida esperando, y menos si esa persona ni siquiera se lo merecía.

Christina despertó, con la respiración agitada. Riley la miraba, con unos ojos oscuros cargados de compasión, una compasión que ella llevaba rechazando varios días.

- Has vuelto a decir su nombre... - empezó el joven.

- ¿Quieres algo, Riley? - preguntó ella, dando por zanjado el tema.

- Es la hora de comer, te he despertado por eso.

Christina asintió y se levantó. Riley la acompañó hasta la puerta de su habitación, donde la chica se puso un vestido ligero y corto de color azul pastel. Salió para pedirle a una chica que estaba por allí que le hiciera una trenza, porque lo máximo que sabía hacerse en el pelo era una simple coleta. Los recogidos complejos solía hacérselos su madre cuando era una niña, y su ex-novia de joven, pero en ese momento no era posible pedirle a ninguna de las dos ese favor.

La chica a la que había llamado se giró, y Christina se quedó paralizada. Era morena, de labios gruesos y nariz pequeña, cabellos castaños rizados y ojos oscuros. Riley se percató, y agarró con fuerza la mano de Christina.

- Márchate, Lucy, por favor - pidió el chico.

Ella obedeció, él abrazó a su amiga y la condujo de nuevo al interior de su habitación.

- Yo te haré la trenza.

Cáncer (Doce Elegidos IV) [Completa] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora