Capítulo 19

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Habían pasado seis meses desde que Ambrose había dejado a Rose y Genna a cuidado de los Shepard. Seguramente su hijo ya habría nacido. Había prometido estar de regreso en un año, pero cada día se le hacía más difícil pensar en un pronto regreso. Perdería irremediablemente el reloj de su abuelo.

El camino hasta encontrar a la primera gente buscando en arroyuelos al sur del país, en un lugar que llamaban Otago, fue largo y no exento de peligro. De vez en cuando percibía a los maoríes vigilándolo de lejos. Estuvo siempre con el miedo de que lo apresaran y lo comieran, como había escuchado que acostumbraban a hacer con sus enemigos. Él quería hacerlos comprender que iba en paz, pero ¿cómo hacer que lo aceptaran, si al igual que el resto quería apropiarse de su tierra y minerales? Sin embargo, a pesar de toda esa inseguridad, se sentía casi feliz de haber emprendido ese largo viaje. Hacía mucho que no se sentía tan en paz con el mundo. Solo los ruidos de la naturaleza le acompañaban. Y por supuesto, una mujer y un niño que lo siguieron desde lejos. ¿Qué querría una mujer nativa con un Pãkehã? Al parecer tenía alguna especie de imán para atraer a mujeres en problemas, porque de otra forma no se explicaba qué buscarían tan cerca de él. El fusil, por suerte no había tenido que usarlo para asesinar a ningún ser humano, solo lo utilizó para cazar algo que parecían ratones, durante el viaje. En ese remoto país no se encontraban ni siquiera buenas especies de caza, sin embargo, estaba plagado de arañas y murciélagos.

Pronto serían cinco los meses que llevaría viviendo allí, cerca de de otros ingleses, escoceses y algunos alemanes y holandeses, y uno que otro ex convicto, que al igual que él, pensaban que encontrarían oro a raudales.

Al principio la decepción había sido muy grande. Ver a esos hombres; algunos tenían a sus familias con ellos; viviendo en tiendas y dragando el agua con sus grandes platos de aluminio, sintió que el viaje había sido en vano. Mas, el siempre dispuesto a ver el lado bueno de las situaciones, y sobre todo de las posibles oportunidades de negocios, no volvió sobre sus talones, sino que se quedó junto aquella gente para ayudarlos a planificar la búsqueda de la mina que debería existir en aquel lugar.

Así fue como gracias a su iniciativa, comenzaron a construir cabañas para no continuar durmiendo en tiendas, puesto que aunque cubrían sus cabezas no estaban a salvo de arañas y otras especies que reptaban por el suelo.

En realidad era gente muy dejada, que llevaba mucho tiempo viviendo en esas condiciones. Ambrose pensaba, eso sí, que no les convenía establecer un pueblo en aquel lugar puesto que pronto llegaría más gente atraída por la supuesta mina de oro que aún no encontraban. Todo eso sin contar con el arribo de tahúres, prostitutas y alcohol.

***

Mientras Ambrose estaba perdido en sus proyectos, Rose estaba trayendo al mundo a su hijo, envuelta en un manto doloroso pues el niño venía de pie. Mal augurio, según Dolores Shepard. Aseveración que ni el doctor Lawler se atrevía a contradecir.

Rose gritaba, y la pequeña Genna se escondía detrás de un armario tapando sus oídos.

La pobrecita había visto suficientes moribundos, como para comprender a su corta edad que la vida de su madre pendía de un hilo. Solo tenía cabeza para pensar que sería de ella y su hermanito si su madre era llevada por Dios. ¿Regresaría papá Ambrose por ellos? ¿Querrían los Shepard quedarse con ellos, si su padre no regresaba? Eran tantas interrogantes para su pequeño corazón. Tantos miedos que la embargaban de pronto. Tanto terror de quedarse sola de un momento a otro. Así que Genna, se quitó las manos de los oídos, se hincó, y juntando sus manitos se puso a rezar con todo el fervor de que era capaz, para que Dios no se llevara a su madre aún.

***

-¿Qué haremos ahora? -preguntó Dolores a su esposo.

-Lo mejor que podamos, mujer.

Habían ido a enterrar a Rose en el pequeño cementerio que estaba junto a la iglesia del pueblo. Solo las personas que habían tenido la oportunidad de convivir con la joven en aquellos meses, acompañaron el simple ataúd de madera rústica hasta su última morada. Miradas de pena y de incredulidad se posaban sobre los huérfanos de Rose Athens, quien sin saberlo había muerto siendo condesa: Lady Rose Sttanford. La esposa de un hombre que la abandonó para perseguir una quimera. Una pobre mujer que había tenido una vida muy difícil durante su breve existencia en este mundo, y que había muerto esperando que su amado regresara lamentando haberlas dejado a la caridad de aquella pareja. Ahora era Dolores Shepard quien cargaba a su hijo y sostenía la mano de Genna.

-¿Crees que él regrese? -insistió ella.

-No lo sé, querida. Pero si no regresa, ¿sería mucho problema quedarnos con ellos? Tú siempre quisiste hijos, es decir, quisimos.

-Y Dios no nos favoreció con ellos, Phillip.

-Nos está yendo bien en la taberna. Quizás...

-¿Cuánto falta para que el plazo se cumpla?

-Tres meses.

-¿Venderás el reloj?

-No. ¿Qué otra oportunidad tendré de poseer el reloj de un conde?

Dolores sonrió.

-Iré a conseguir leche. Tendremos que conseguir una vaca. Eso sí que saldrá caro. No podemos darle leche de oveja a un bebé. Aunque lo mejor sería una mujer que esté amamantando.

-Pregunta a las mujeres si alguien sabe de alguna.

Casi una hora después, Dolores regresó con una mujer maorí que traía a un bebé en sus brazos.

-Ella es Arama. Será la nodriza del pequeño Ambrose -declaró con firmeza Dolores, sabiendo que a su esposo no le gustaría.

-¿Estás segura?

-Sí. No queremos que Ambrose muera, ¿verdad?

-¿Ambrose?

-Eso quería Rose, que llevara el nombre de su padre.

-¿Un padre que lo abandonó?

-Aún puede regresar, y no le hará mal llevar un nombre tan distinguido.

-Si tú lo dices.

-Si él regresa te romperá el corazón, mujer. No te encariñes con ellos. Al menos no demasiado.

-Si vuelve, no le entregaré a Genna. Ella se queda. No es su hija y no la querrá como nosotros.

***

Una tarde, en el ocaso del día, Ambrose estaba trabajando en su cabaña, vio aproximarse a la mujer que lo había estado siguiendo todo ese tiempo y que hasta ahora se había mantenido alejada con su hijo.

-¿Qué quiere? -preguntó él sin importar si ella no entendía su idioma.

-Un hombre siempre necesita una mujer -respondió ella con voz baja-, por eso hemos venido mi hijo y yo.

Caron. Parte I «El candor de la inocencia»Donde viven las historias. Descúbrelo ahora