Capítulo 1

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"Nunca creí en los encuentros fortuitos hasta que tropecé literalmente con él, y en sus brazos encontré más que apoyo, encontré un refugio"

Mis piernas dolían por la carrera frenética a través del bullicioso bulevar de Sabana Grande, ajena a las persistentes voces de los vendedores ambulantes ofreciendo oro y plata. Pero eso pasaba desapercibido ante la angustia de llegar tarde a mi trabajo, con más de media hora de retraso. Sabía que otro desliz y me sumaría a los desempleados del país. Mi jefe, ya frustrado por mis constantes tardanzas, me había dado un ultimátum. Juraba que no era mi culpa; siempre salía temprano de casa para tomar el transporte público, pero hoy una larga cola en el metro, a pesar de su mal funcionamiento habitual, me había retrasado.

Ya exhausta, jadeante en la estación de Chacaíto, corrí con desesperación para alcanzar el metro, solo para encontrarlo marchándose, repleto hasta el tope por culpa de mi mala suerte. Me quedé paralizada, sin pestañear, temiendo perder mi empleo. Encontrar otro sería casi imposible, y el magro sueldo que recibía apenas alcanzaba para los medicamentos de mi madre y lo necesario para mi perro, quien no merecía pagar las consecuencias de la crisis que azotaba a mi país.


Apenas con diecinueve años, me sorprendía cómo mis flacas piernas apenas podían soportar la espera para el siguiente tren. Aceptaba resignada la realidad de tener que aguardar bajo un sofocante calor, siendo la única en la fila después de que todos abordaran el tren anterior. El metro, una sombra de su eficiencia pasada, ahora parecía más defectuoso con cada día que pasaba.

Frustrada, caminaba de un lado a otro con las manos en la cabeza, cuando noté a una chica alta que, al ver acercarse el tren, lo detuvo con un gesto de su mano derecha.

"Definitivamente no es de aquí", pensé. "Debe ser gocha."


Ella me sonrió amistosamente y yo le devolví la misma sonrisa, cálida y sincera. Justo a tiempo, el metro se acercaba. Me aparté de la línea amarilla, consciente de que de lo contrario sería una presa fácil para las ratas que pululaban en los rieles. Las puertas se abrieron frente a mí, llenándome de un agradable aire fresco por todo el cuerpo. Afortunadamente, no estaba demasiado lleno, lo cual era un alivio. Me aferré al tubo para mantenerme en pie, consciente de mi torpeza habitual.

Estaba aliviada de no tener que soportar a personas apretujadas sobre mí ni oler los desagradables aromas que emanaban de sus cuerpos. Miré el reloj: ya eran las nueve y treinta y siete. Debía haber estado en mi puesto a las ocho en punto para preparar el pabellón criollo del día.

"¡Mierda, estoy muy retrasada!" exclamé para mis adentros.

Rápidamente, me acomodé un mechón de mi cabello castaño detrás de la oreja justo cuando el metro frenó bruscamente. En un instante, sentí cómo me tambaleaba por todo el lugar, a punto de caer hacia la ventana. Por suerte, unas manos me agarraron, aunque también sentí un torso firme.

—¡Mierda! —me quejé, cerrando los ojos por la vergüenza del momento.

Las luces se apagaron de inmediato; era evidente que se había ido la electricidad. Las luces de emergencia parpadearon, pero el aire acondicionado no volvió a funcionar. Abrí lentamente los ojos y me encontré con una mirada verde intensa. Era un chico joven y guapo, de piel clara y cabello negro. Frunció el ceño, pero sus labios se curvaron en una sonrisa amarga. Me miraba con descaro mientras sus labios se movían para romper el silencio.

¡Trágame tierra!

—Si querías que te cargara entre mis piernas, podrías haberlo pedido en lugar de lanzarte así a mis brazos —dijo con voz ronca y atractiva. Su tono, casi burlón, hizo que mi interior se llenara de vergüenza.

Un amor fugaz ©[✔]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora