Programado

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Dejé pasar unos días, esperando una muerte que nunca llegó. El karma sí que es una perra, una que no vendrá nunca cuando la desees cerca.

No quería levantarme de la cama, pero tampoco podía dormir porque las decisiones que había  tomado durante los últimos tres años volvían para atormentarme. No quería contestar el teléfono, pero este no paró de sonar ni un minuto hasta que por fin se quedó sin batería. No quería  comer, ni ducharme, ni siquiera mirar la televisión.

Era una sombra del hombre que alguna vez supe ser. Una patética y débil sombra.

Llegó la noche de Año Nuevo, los fuegos artificiales relucían detrás de las cortinas cerradas de mi habitación y podían oírse las risas de los niños de los vecinos que se habían reunido con sus familias para celebrar la llegada del 2019.

Nunca fui un amante de las fiestas. Cuando era pequeño, mi madre se esforzaba todos los años para intentar sacarme una sonrisa incluso si no tenía dinero para comprar algún regalo o hacer una gran cena como la de las películas. Pero sin ella no tenía gracia celebrarlas.

Los últimos años Barney y yo dedicabamos la noche a hacer balances y gozar de una buena botella de champagne en honor a nuestro éxito, luego elegíamos a un par de sujetos del programa y empezábamos el nuevo año entre suspiros y gritos de placer. Pero esta vez no había nadie que me ayudara a escapar de la realidad ni de la persona que era.

Junté fuerzas y me arrastré hacia el lavamanos del baño. Mojé mi rostro y levanté la mirada, mi padre seguía al otro lado del maldito espejo. Volví a golpearlo y un par de vidrios se clavaron en mis nudillos haciéndolos sangrar.

De repente, mientras admiraba como la sangre brotaba de la herida, un impulso imposible de ignorar se apoderó de mí. Era, para mí en ese momento, una necesidad tan poderosa como la misma respiración y debía seguirlo.

Sin detenerme siquiera a pensar en lo que hacía, me puse una gabardina negra sobre mis desastrosas ropas y caminé hacia la puerta. Bajé las escaleras hasta la cochera y me reencontré con mi preciada camioneta, que ahora sólo me recordaba a Amanda, suspiré y me monté en ella.

Las calles estaban llenas de nieve y hielo, pero vacías de humanidad, todas las buenas personas estaban con sus familias. Mis dedos se tensaron fuertemente sobre el volante mientras el vehículo se desplazaba a toda velocidad por la autopista, era, generalmente, un camino muy largo pero sentí que llegué a mi destino  en segundos.

Al detener el motor en la puerta del cementerio el frío comenzó a calar en mi cuerpo, pero eso no impidió que abriera la puerta y dejara que mis pantuflas se enterraran unos centímetros en el suelo.

Saludé al casero con un leve movimiento de cabeza al mismo tiempo que intentaba controlar el castañeo de mis dientes y me forzaba a avanzar.

La pequeña lápida se eregía por sobre las de su alrededor, resaltando como lo hacía  mi madre en vida. Hacía mucho tiempo que no venía a visitarla, pero jamás olvidaría el camino hacía ella.

La miré unos instantes en silencio y noté como unas lágrimas casi congeladas se resbalaban por mis mejillas. No sabía qué hacer ahora, ni siquiera le había traído flores o algo, sólo a la desgracia que resultaba ser su hijo.

Busqué en las tumbas cercanas y, justo en la puerta de un enorme mausoleo, había un gran ramo de camelias, sonreí un poco por la ironía. Rojas y vivas, ellas resaltaban en el triste paisaje. Corrí hacia ellas y tomé una, seguro la persona a la que le pertenecían no se molestaría.

— Espero que a pesar de todo lo que he hecho puedas seguir amándome. — Dije con la voz rota mientras dejaba la planta sobre la tierra.

Fin.








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