Falta el queso

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Todo se acumula, intento resistir y avanzar, pero sigo clavada en una cola por harina, porque la he encontrado supuestamente más económica. No hago más que estar consciente de los que me rodean, solo para pensar mal de ellos, que si se meterán a la fuerza o si me esperarán a que pase con el producto para robarme. La supervivencia comienza a dar asco cuando consideras el canibalismo; deja de importarte las necesidades de otros y pones una balanza para las vidas, en donde la tuya siempre valdrá más.

No es la necesidad por una arepa la que me tiene aquí, la que me ha hecho pensar que cien personas por delante son pocas y el tiempo pasara rápido. Es la malcriadez de que no me quitaran eso tan humilde. Me aferro a los recuerdos de los desayunos domingueros en familia.

Estoy en una cola kilométrica en la que no veo su inicio y me apena buscarle el final, solo por mantener una normalidad con mi madre y el café.

Delante de mí está una niña, habla con quien sea y siempre tiene respuesta, se inquieta y voltea a todas partes, supongo busca a sus padres, me mira y me pide una llamada. Reacciono tan automática que saco el celular y marco el número que ella me dicta, la escucho hablar ─maaaa toy aquí en una cola en los chinos, ya llegó la guardia con el camión, púrate...pero ¿no tiene naa naa? tá baraaaato...aaaah ok, tá bien puej, ción─ me regresó el celular con un puntual ─Gracias─, parece una mujercita. En ese momento yo pensaba en cómo fui capaz de sacar el teléfono tan a la ligera y dárselo, ella me hizo ignorar el entorno y es que por un momento solo vi a una pequeña en la que aún se aprecia la inocencia.

Los encargados nos enumeran con marcadores las manos, ahora somos animales; me asusta saber que soy la ciento trece, porque solo se aseguran cien combos.

Detrás de mí una anciana explica que espera a su esposo que fue a buscar el efectivo a la casa, pero la encargada le insiste en que no puede guardar el puesto, quedaría un salto en los números y cualquiera se puede aprovechar; la anciana pide que entonces marque a su nieto, la encargada se niega por ser menor de edad. Veo a la niña frente a mí contemporánea a él, la única diferencia es que el niño está en silencio jugando en su DS y se mueve cuando se le dice.

La multitud a mi espalda se amotina por lo que ven como injusticia a la señora mayor, todos alegan que ella nombró a su esposo, que el niño guardaba el puesto; ella lo había informado a todos con el fin de que cuando llegara el viejo nadie pensara mal de ellos.

La encargada no oía razones. Nadie entendía porque la niña sí pero el niño no; y por no querer involucrar a los infantes no se hizo el reclamo.

El viejo esposo llegó, conversó con la encargada, dijo lo que ya todos sabíamos, igual ella no lo marcó. Solo la mujer compraría.

La niña estaba inquieta, asumí que su madre vendría y en poco tiempo apareció una señora quien llamó a la encargada, la niña dijo ─Yo me voy, márcala a ella─ eso hizo la encargada y tan pronto se dio vuelta la mujer le pagó a la niña.

Ha pasado no mucho más que una hora, al fin han organizado los combos, la encargada regresa con fichas enumeradas, la mía tiene el ochenta y siete, no lo entiendo y tampoco pregunto; la cola pasa rápido y pronto me encuentro frente al local, delante de mí, a unos puestos veo a una mujer que no reconozco con una ficha, me quedo observando mientras ella se mete en la cola intercambiando ficha, llega a mí, me da la numero cincuenta y se planta detrás con mi ochenta y siete, sigo sin entender, pero ya estoy en la puerta del local entregando el número, recibiendo mi combo, he comprado cuatro harinas, me voy.

Caminando a casa, en una bodega vecina hay otra cola, pregunto que venden, me dice el embalador ─Mantequilla─.


Ophelia D'Petra


A la luz de una velaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora