VII

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Por alguna razón a Gala siempre le había gustado despertarse al alba. Siempre lo hacía como mínimo una vez por semana desde los siete años, sin importar lo cansada que estuviese.

Bajaba de la cama en silencio y abría las puertas del balcón para salir a este, y se sentaba en la barandilla con los pies colgando hacia el vacío. No le daba miedo caerse, sabía que era capaz de echar a volar sin problema.

Aquel momento era mágico para ella, con todo en silencio y con el canto de los pájaros más madrugadores cantando; la brisa acariciando su rostro y el rocio enfriando sus manos, la tenue luz que poco a poco iba iluminando todo, alejando a la oscuridad.

Cuando la mañana no era tan brillante ni la noche tan oscura, cuando la luna y el sol todavía compartían el mundo; solo había una testigo. Una joven de alas blancas sentada en el balcón de su cuarto, rodeada por el silencio.

Cuando abro los ojos apenas entra luz en mi cuarto. Está amaneciendo. No se cuanto tiempo he dormido ni qué pasó después de llegar a la casa, pero cuando intento incorporarme todo mi cuerpo chilla de dolor. Me doy un momento para intentarlo de nuevo, y a pesar del malestar, consigo quedarme sentada en el borde de la cama.

Agacho la cabeza y me miro las piernas por primera vez. Tengo cortes y raspones repartidos por todos lados, aunque no son muy abundantes, además de los cardenales que se me están empezando a oscurecer. Si solamente tengo así las piernas, no quiero saber cómo tengo el resto del cuerpo.

Cuando por fin planto los pies en el suelo y me pongo en pie, por un momento todo me da vueltas. Noto como el abdomen lo tengo tenso y las patadas que recibí por la noche acuden a mi mente.

Despacio me aproximo al baño y me detengo delante del espejo. Estoy en ropa interior y tengo una pinta horrible. Aparte de los notables golpes que tengo, la herida del pómulo que me hizo Hunter se ha vuelto a abrir y el moratón sigue estando presente alrededor, solo que esta vez con un poco la sangre seca. También tengo costras secas de sangre en los nudillos. Alrededor del abdomen, en especifico en la parte derecha abarcando parte de la espalda, tengo toda la zona de mil colores diferentes, morado, azul, verdoso, amarillo... ni siquiera sé donde termina uno y donde termina el otro. Pero lo que más me impacta es la línea morada que me atraviesa el cuello de lado a lado, marcando notablemente la zona donde los dedos del matón me estuvieron asfixiando.

Si de por sí yo soy bastante blanquita de piel, ahora tengo una palidez que no parece ni sana.

Con todo el cuidado que puedo, para evitar hacerme daño, me lavo la cara con agua fresquita y me intento peinar. Cada vez que levanto el brazo para pasarme el cepillo, miles de agujetas entran en acción.

Cuando ya termino en el baño, miro el reloj de la mesita de noche. Las siete de la mañana. No se si alguien estará despierto a estas horas, pero espero que no.

Me pongo un suave batín de seda corto y bajo descalza las escaleras. Cada paso es un golpe de dolor.

Mis pasos apenas se escuchan al andar, pero cuando paso por delante de la sala de estar una voz habla.

—May, ¿eres tú? —la voz de Hunter se oye desde dentro y empujo la puerta que está casi cerrada. Hunter y Ryder están sentados delante de la chimenea con unos cafés en la mesita de centro. Parecen cansados, pero extrañamente más jóvenes de lo habitual. Desparramados en el sofá con pantalones de deporte y el pelo alborotado, ambos están sin camiseta. Se me hace curioso el contraste que hay entre ellos. Hunter tiene la piel bronceada y es bastante musculoso mientras que Ryder es incluso más pálido que yo y tiene una complexión más atlética y delgada. Igualmente, los dos sin igual de atractivos.

A N G E LDonde viven las historias. Descúbrelo ahora