MENTIRAS ENTRE CARTAS Y POEMAS

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Aquel beso había desarmado a Terrunce por completo.

Pero conseguir que ella se enamorase de él, si no lo estaba ya, para después llevar a cabo su plan era de las peores cosas que había hecho. Candice no se merecía el engaño. Estaba de acuerdo con William en que ella debía ser feliz. Era demasiado confiada, siempre lo había sido, buena de corazón y de sentimientos. Pero él tampoco quería ser desdichado. Así que con pesar, borraría toda esa inocencia y sus sentimientos de un plumazo. Porque nada ni nadie haría flaquear sus intenciones y estaba dispuesto a llevar a cabo el plan que se había trazado hasta las últimas consecuencias.

Los invitados comenzaron a llegar ya entrado la tarde, Todo estaba dispuesto ya para la celebración de Candy. El salón de baile había sido decorado con rosas dulce Candy del invernadero.

La orquesta contratada para el baile amenizaba la llegada de los asistentes mientras los empleados repartían copas de champán, whisky, ron, y hasta brandy.

Las damas en particular se lucían con sus mejores joyas de mayor valor, como si de una competición, algo usual entre ellas por exhibir el mayor grado de ostentación se tratase; mientras qué los caballeros, impecables, con sus pañuelos de seda y sus chaqués de exquisita confección, hechos por un zastré se saludaban, cada cual con disimulada altanería.

Los corrillos se sucedían en cada rincón del salón o de la terraza que daba a los enormes jardines, donde se hacían los mismos comentarios y se especulaba sobre el gran anuncio que el señor William White había prometido.

En su habitación, Candice aguardó impaciente los últimos retoques que Eva le estaba dando a su vestido. Debatida entre la ansiedad y el nerviosismo, dejó que la institutriz arreglara los pliegues de su polisón, estirara la cola de su traje y terminase de ajustar los guantes, antes de mirarla de arriba abajo.

—Ya está, ya puedes mirarte —dijo Eva con orgullo.

Candy, despacio, temerosa de que la imagen no estuviese a la altura de sus expectativas, giró sobre sí misma y se miró en el espejo. Sin embargo, no pudo evitar el sentimiento de vanidad que la poseyó, e hizo que la sonrisa floreciera en su rostro. Se veía hermosa aun cuando ella jamás se había considerado así.

El vestido de un rosa pálido con bordados de perlas y encaje en el escote y el bajo de la falda era exquisito. Se sentía orgullosa de haber insistido a su padre que en esta ocasión fuese ella la que tratase directamente con la modista y no su madre, como había sido costumbre. Durante meses se cartearon y recibió varios bocetos y muestras de tela hasta que por fin encontró el idóneo para la ocasión. Llegó desde Londres hacía apenas una semana, y no había día que no lo sacase de su guardarropa para contemplarlo.

Según su madre Emilia, era demasiado sencillo y apocado, y por supuesto puso el grito en el cielo para que William consintiese que Candy llevase un vestido más adecuado a su condición social y menos simple. Pero gracias a Dios, William no se dejó convencer y hoy Candy lucía el traje que había deseado y con el que se sentía, por fin, una dama.

—Estás bellísima, Candy. No lo dudes. La joven se acarició el cabello trenzado y recogido a lo alto de la coronilla. Con la punta de los dedos tocó la joya que se lo sujetaba y volvió a sonreír.

—Creo que es la primera vez que me siento hermosa.

—Pues deberías tener esa certeza hasta si te vistieses con harapos.

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