MENTIRAS ENTRE CARTAS Y POEMAS

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CAPÍTULO 5.


Candy sabía que debía alejarse de él, que no era correcto lo que estaba haciendo, pero jamás había sentido tal estado de emoción ni la necesidad de estar cerca físicamente de otra persona como en aquel momento.

—¿Me besará? —Solo cuando vio la sonrisa ladina de Terry comprendió que había expresado su pensamiento en voz alta.

—Por supuesto. No solo ansío volver a probar el sabor de tus labios, también quiero comprobar la suavidad de tu piel bajo mis dedos y descubrir las curvas secretas de tu cuerpo. ¿Y tú, Candice? ¿Deseas que lo haga? —Acortó la escasa distancia entre ellos hasta que respiraron el mismo aliento—. Dilo. Di que deseas mis besos. Acercó los labios a los de su inminente prometida, pero en el último momento se retiró, haciendo que la frustración creciese en la joven.

—No te he oído. —Jugueteó con ella dejando besos como aleteos de mariposa en su mandíbula y debajo del lóbulo de la oreja—. ¿Quieres que te bese?

—Por favor, hazlo de una vez —rogó antes de rendirse en los brazos del que sería su esposo y dejase que sus sentimientos se apoderasen de ella.

—Como ordenes.

Esta vez no hubo tiento, ni dulzura ni contención. Hubo un beso apasionado y dominante, un saqueo de todos sus sentidos y una lucha de voluntades que Candy supo que había perdido incluso antes de comenzar. Jadeó en su boca y se abrazó con desesperación a sus hombros por temor a que las piernas no la pudiesen sostener.

Las curvas de su cuerpo encajaron perfectamente con las de Terry y la excitación se apoderó de él. Subió una mano hasta enredarla en el cabello de la joven y con la otra la guio por la cintura hasta obligarla a inclinarse hacia atrás. Bajó sus labios hasta el cuello de Candy y trazó espirales con la lengua que la catapultaron a un estado de excitación jamás descubierto. Murmuró su nombre, desesperada por conseguir más de aquellas atenciones y mostró una audacia que no sabía que tenía cuando enredó los dedos en los cabellos oscuros de su prometido y lo obligó a besarla de nuevo en los labios. Su cuerpo ardía en fiebres y lo único capaz de calmarlo eran los dedos de su amado Terrunce mientras se deslizaban por el borde de su escote en búsqueda de la turgencia de sus pechos.

Todo aquello era una locura, una embriagadora y dulce imprudencia que Terry debía detener. Y lo hubiese hecho si él no sintiese que lo necesitaba tanto como ella. Si entre sus brazos no hubiese encontrado cierto consuelo para su desdichada vida.

Si hubiese sido mejor persona. Si no hubiese pensado primero en él, y luego en la dulce y enamorada Candice. Si no sintiese el amargo deseo de vengarse de sus padres y de los de ella por obligarlos a contraer matrimonio cuando en otras circunstancias, aquella sorprendente y recién descubierta apasionada joven, habría despertado su interés de igual forma. Porque Candice tenía todo lo que un hombre podía desear, pero también un padre al que odiaba con toda su alma. Había demasiado orgullo y resentimiento en aquella relación. Y sí, también excitación y deseo, que era, en realidad, lo que le impedía detener aquella locura. Con la dificultad que el atuendo le confería, logró colar un dedo por el escote de la joven y bordear el corpiño por el montículo de sus senos. La poseería allí mismo. Porque lo había planeado, porque así debía ser, porque era demasiado obstinado para echarse atrás y sobre todo, porque aquello le producía tanto placer que era incapaz de detenerse.

—¡Oh, por todos los santos! —exclamó Emilia justo antes de desvanecerse y de que Thomas Bridge la sujetase entre sus brazos.

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