MENTIRAS ENTRE CARTAS Y POEMAS

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CAPÍTULO 13.

Banglasdesh, Marzo1833.


Terrunce estaba en su oficina en medio de una negociación con un comerciante francés, cuando el telegrafista interrumpió la reunión. Raras veces había recibido un telegrama y en las ocasiones en que lo había hecho había sido para notificarle incidencias en el envío de algún producto.

Se disculpó con su cliente y en el rellano de la escalera desdobló el papel. Lo primero que le llamó la atención fue leer el nombre de James Britther, el abogado del Marqués. Siempre había sospechado que aquel hombre sabía de su paradero y que William White no tardaría en encontrarlo, Pero jamás tuvo la certeza y el hecho de que no hubiese aparecido con una pistola, le hizo pensar que ignoraba donde estaba. Pero no fue eso lo que lo dejó sin respiración, fueron las siguientes líneas:

Lord Andry fallecido en accidente de caballo.

En la misma carta se le pedía que continuara con sus funciones, hasta que le avisara para asistir a Londres, para la lectura del testamento que podría demorarse algunos meses por temas burocráticos. Terry se apoyó en la pared de la escalera y releyó de nuevo aquellas líneas. Candy ahora era viuda pensaba una y otra vez. Además de la sensación de inquietud y de pena por la muerte del único hombre que lo había ayudado a salir adelante, una especie de euforia y de miedo se apoderó de él. Sentimientos contradictorios debido a que pronto tendría que regresar a la tierra de la que se había marchado como un paria. Pero sobre todo a que aquello significaba que volvería a verla. El tiempo de espera era la incertidumbre hasta que le notificarán que podría regresar a Londres y se encontrase de nuevo con ella iba a ser un infierno. Pero esta vez volvería con la cabeza bien alta. Había expirado sus pecados y consagrado su vida al trabajo, tan sólo le quedaba una cuenta por saldar. Y esa sería conseguir que Candy perdonase sus malas decisiones.

La casa aburrida de actividad, mientras el servicio preparaba el equipaje, pero desde su estancia sentada en el sillón frente a la ventana. Candy observaba el paisaje triste y gris que ofrecía la hacienda. Se marchaba ocho meses después de la muerte de Albert. Regresaba a Londres que la esperaría con la lengua afilada y las plumas cargadas de tinta. Regresaba a una ciudad que jamás había considerado su hogar y lo haría. Durante aquel tiempo había ganado fortaleza y determinación, no le quedaba otra opción, para eso la había educado su padre y para eso Albert había depositado su confianza en ella, porque era una mujer que había aprendido a sobreponerse a las adversidades y mucho más fuerte de espíritu de lo que ella misma creía, pero aquella ocasión no pudo prohibirse sucumbir al pensar en el último adiós.

Una

lágrima solitaria resbaló por su mejilla, no se molestó en retirarla, la dejó caer sobre el vestido negro de terciopelo que llevaba y sintió la humedad en su rostro hasta que se secó. Se levantó del sillón y miró de nuevo aquella habitación. Recordó las conversaciones con Albert, los momentos de intimidad compartidos y las confidencias que se habían hecho entre aquellas paredes. Acosó su ausencia cada una de esas noches durante aquellos meses de soledad, y la emoción volvió embargarla al pensar, oprimió su garganta y temió volver a sacumbir en un llanto incontrolable. Se ajustó el sombrero con dedos temblorosos hasta que las cintas negras de raso quedaron fijas en su garganta, y retiro los guantes y se dirigió la puerta. Antes de salir no pudo evitar de tener una retina una vez más aquella habitación, sólo cuando estuvo preparada para abandonarla se despidió

-Adiós mi querido Albert.

En la puerta de la hacienda los empleados la esperaban en perfecta formación, pasó frente a ellos hasta llegar a los escalones donde el cochero la esperaba junto a algunos miembros del servicio que la acompañarían en su regreso. No podía despedirse, no podía mirarlos a los ojos, porque sabía que vería lastima pena y tristeza, y ella ya acarreaba suficiente pesar.

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