Capitulo 10 // El General.

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P.O.V Percy

Uno de los problemas de volar en un pegaso a la luz del día es que, si no tomas precauciones, puedes provocar un accidente en la autopista de Long Island.

Procuré mantenerme por encima de las nubes, que por suerte son bastante bajas en invierno. íbamos lanzados, tratando de no perder de vista la furgoneta del campamento.

Si abajo hacía frío, imagínate allí arriba, en el aire, donde me nos acribillaba una lluvia helada.

Perdimos de vista la furgoneta un par de veces, pero estaba casi seguro de que primero pasarían por Manhattan, así que no fue difícil localizarlos de nuevo.

El tráfico era pésimo con las vacaciones. Entraron en la ciudad a media mañana. Hice que Blackjack se posará cerca de la azotea de un edificio y desde allí observé la furgoneta blanca. Creía que se detendría en alguna estación de autobuses, pero siguió adelante.

—¿Adónde los llevará Argos? —murmuré.

—No es Argos el que conduce, Percy —contestó Elizabeth —Es Zoë.

—¿Zoë?

—¡Eh, miren! Una tienda de donuts. ¿No podríamos comprar algo para el viaje? —dijo Blackjack.

La furgoneta, entretanto, continuaba serpenteando hacia el túnel Lincoln.

—Bueno —dije—, vamos tras ellos.

Blackjack parecía decaído, cosa de la cual se percató Elizabeth.

—No te preocupes, Blackjack, luego me encargaré de comprarte una caja de Donuts.

Él relinchó feliz, íbamos a emprender el vuelo desde lo alto del edificio cuando Blackjack soltó un relincho y casi nos derribó.

Algo se estaba enroscando por nuestras piernas como una serpiente. Busqué mi espada, pero al mirar vi que no era ninguna serpiente, sino ramas de vid.

Habían surgido de las grietas del edificio y se enredaban entre las patas de Blackjack, entre los brazos de Elizabeth y en mis propios tobillos, inmovilizándonos a todos.

—¿Iban a alguna parte? —dijo el señor D.

Estaba reclinado contra el edificio, aunque en realidad levitaba en el aire, con su chándal atigrado y su pelo oscuro ondeando al viento.

«¡Anda! —exclamó Blackjack—. ¡Pero si es el tipo del vino!»

El señor D resopló, exasperado.

—¡El próximo humano, o equino, que me llame «el tipo del vino» acabará encerrado en una botella de merlot!

—Ah, señor D. —Procuré hablar con calma, aunque la vid seguía enroscándose entre mis piernas—. ¿Cómo le va?

—¿Que cómo me va? ¿Habías creído acaso que el inmortal y todopoderoso director del campamento no se enteraría de que se iban sin permiso?

—Bueno...— terció Elizabeth

—Debería arrojarlos desde aquí sin el caballo volador para ver con qué heroísmo aúllan de camino al suelo.

Apreté los puños. Sabía que debía mantener la boca cerrada, pero el señor D se disponía a matarme o arrastrarme al campamento, y yo no soportaba ninguna de las dos ideas.

—¡Tenemos que participar en esta búsqueda! Tenemos ayudar a nuestros amigos ¡Cosa que usted sería incapaz de comprender!—soltó Elizabeth mientras intentaba librarse de las ramas.

Elizabeth y La Maldición del TitánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora