VI. Resilencia

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La noche había caído por fin, de nuevo bañando bajo su oscuridad el recinto bajo ese lienzo estrellado de tonos azules.

No podía concernir lo que había presenciado durante el día, en ningún momento imaginó que aquella mujer de cabellos como el mar resultara ser todo lo opuesto a lo que él se había imaginado, simplemente inaceptable.

Su mente no dejaba de maquilar cientos de ideas alrededor de ella ¿Es que cómo había caído en esa trampa tan baja de parte de Paragus? Él era el audaz príncipe de Vegetaseí quien libraba cientos de batallas llevando a su pueblo y legado a la gloria, y ahora, de la manera más rechazable había bajado la guardia ante ese par de luceros salvajes que te encandilaban con sus dulces resplandores celestes. Era una maldita, una maldita bruja la hija de Paragus, una maldita bruja escondida tras esa faceta angelical construida de porcelana; un maldito demonio. Debía poner las cosas en claro, sí Paragus quería guerra, la obtendría; nadie se burlaría del gran príncipe Vegeta.

Sus pasos se podían escuchar resonar sobre los oscuros pasillos, la noche estaba en su punto culmine por lo que el movimiento a esas altas era menor, solo se encontraban uno que otro soldado de vigilia, y él junto con sus demonios atormentándolo.

No le costó nada llegar a su destino en mente, le importaba un bledo la hora que fuese y quien se encontrara tras esa puerta de madera, después de todo el era el príncipe ¿No? El tenía todo el derecho de profanar el lugar que quisiese de sus terrenos.

Cegado por la adrenalina y furia, de un solo golpe abrió las puertas de ese recinto que descansaba bajo la oscuridad de de la noche siendo solo bañado por los escasos rayos lunares y al fondo de las penumbras estaba ella, tumbada sobre la cama, envuelta bajo una máscara de miedo y nerviosismo, con esos ojos, esos ojos que brillaban a sobremanera a pesar de la oscuridad, que intentaban de nuevo leer su alma, intentando indagar los lugares más profundos del príncipe donde hasta la fecha nadie podía entrar.

No dejaría que esta vez esa penetrante mirada celeste volviera a jugar con él, para eso había ido en busca de ella, para marcar su territorio y posición, que ni esa mujer ni nadie intimidaría al gran príncipe Vegeta, ni ese par de luceros ardientes que de una manera u otra escandalizaban por completo.

Pero al momento se arrepintió, se arrepintió de haber perpetuado aquel lugar al observar esa imagen que se presenciaba frente a él; ese maldito demonio, el demonio más hermoso de todos. Perdió al encontrarse con ese delirio frente a sus ojos, convirtió la noche en poesía, un vestigio lunar que ahora anhelaba leer sus labios, de robles, de braille encantado; de esas manos que echaban raíces, de sus pestañas en un sueño, sus cabellos vueltos volcán y entre el abismo un deseo; ella era arte, una divina poesía.

Siguió su andar sin retirar su mirada de ella, con una cautela que comenzaba a aterrar a la mujer provocando que se hundiera más sobre esos almohadones, y como si fuese una presa a punto de devorar, lentamente se acercó a la cama hasta la altura de ella, sujetándola de su débil y frío brazo, invitándola a levantarse de su lugar y exigiéndole mirarlo a los ojos, esos ojos que no dejaban de perpetuar su alma.

Bulma se sintió tan expuesta frente a él, con ese fuerte agarre podía ver que él podía hacer con ella lo que quisiera, estrangularla si era posible, pero al ver que el príncipe no ejercía más fuerza de lo que esperaba, un ligero suspiro de paz salió de sus labios carmesí.

Lentamente el príncipe la fue acorralando hasta la pared más próxima a ellos, encerrándola entre esos fuertes brazos de acero, pero que curiosamente se encontraban cálidos y ardientes. Su respiración se volvía más pesada entre ellos, ninguno decía alguna palabra más lo que sus miradas expresaban, curiosidad.

Ninguno se movía de su lugar, ninguno quería moverse de ahí, solo se contemplaban bajo la oscuridad mientras que la luna era testigo de ese encuentro, de dos náufragos que coincidieron en esta vida.

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