La vida transcurría.
Julianne, la madre de Christine, le había castigado dos meses sin salir de casa por el incidente. Cuando despertó en la UCI, lo primero que le dijo su madre fue:
–ESTÁS CASTIGADA, JOVENCITA.
Y Christine le respondió:
–Bien, pues me dejaré por accidente la jeringa otra vez para escapar de tu mal genio.
Me lo contó como diez veces por teléfono, puesto que su madre solo le dejaba hablar conmigo, dado que "le había salvado la vida".
A mí no me lo parecía. Solo había pulsado tres teclas. Sé que sí, si no hubiera ido podría haberse quedado allí, a merced de la muerte y de la gente, cosa que me parece bien que rime.
Decidí hacer algo con Claire. La verdad es que como Christine no podía salir, estaba un poco harta de estar todo el día en casa leyendo. Me gustaba mucho leer, pero cada vez que leía algo que me gustaba sentía que, si no iba a salir, tendría que leer los libros que habían mandando para clase, y eran muy aburridos.
–Claire, ¿dónde estás?
–Por Olivy Street. ¿Tú?
–En casa. Estaba pensando en dar un paseo, o algo así. Espérame en Bonnivan, voy para allá.
–Bien.
Colgué. Bonnivan era una cafetería donde vendían también helado. No quería ir allí por el helado, pero eso me sacaría de mi reclusión en casa.
–Mamá, voy a Bonnivan con Claire. ¿Te parece bien?
–Sí, cariño. Yo tengo que ir a hacer unos recados.–Siempre recados. Recados. Qué palabra más usada.
–Vale. Volveré a las siete–Eran las cuatro. Tres horas me parecían bien.
–Genial. Adiós–Dijo cariñosamente después de darme un beso.
–Adiós, mamá.
Cerré la puerta y cogí el coche, lo que me recordaba demasiado a unas semanas atrás, cuando Christine estaba desplomada en la pared de los cines Hardvinson.
En la radio no había canciones buenas, todas eran el tipo de canciones que les gustaban a las preadolescentes gritonas. Yo no era así. Me gustaba cantar, bailar y escuchar música, pero no ese tipo de canciones de temas demasiado vistos.
Olivy Street no estaba lejos. Más cerca que los cines. (Sólo tardaba dos minutos).
Bonnivan era moderna-clásica. Por fuera, el edificio era antiguo y precioso, y por dentro, era muy moderno. Bonito. Las paredes eran de cristal, y la pared detrás del mostrador, negra.
Bollitos y croissants se lucían tras el cristal, napolitanas de chocolate y galletas... Aparte de los helados de muchos sabores. Me gustaba mucho.
Claire estaba sentada en una mesa al lado del cristal. Me sonrió, mostrando sus dientes perfectos y blancos.
–Hola, Anna. ¿Qué tal? Siento lo de Christine.
–Oh, no pasa nada–Y esa era la verdad. ¿Por qué tenía que sentirlo? ¿Por educación? Eso no vale. Aunque la educación es muy buena, un "siento" de mentira puede sonar un poco mal, incluso frío.–Gracias.–Me parecía bien dárselas.
–Bueno, ¿qué te apetece? ¿Quieres tomar algo?
–Ah, pues, tomaré un té.
–Siempre tan inglesa. A mí me apetece un frankfurt–La verdad es que lo decía en broma, porque es medio alemana, pero le gustaban mucho.
Y las dos dijimos a coro:
–Siempre tan alemana.
Al final pedí un té verde, y ella un croissant de jamón y queso, que era lo más parecido a un frankfurt que había. Se lo tomó con un café con leche.
–Vaya, la quemacalorías.–Digo con sarcasmo.
–Vaya, la frigocalorías.–Dice sin sarcasmo.
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Un Dolor Imperial
FanfictionAll rights to John Green © Story by me. Anna tiene dieciséis años y vive con su madre en una pequeña ciudad del centro de California. Son de clase media-baja y llevan una vida normal hasta que Anna sufre un raro cáncer en la sangre.