Capítulo 12

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Me habían trasladado a la UCI. Mi leucemia era extraña, pero no entendí lo que dijo la doctora Wannie sobre el caso.

–Hola, Anna. –Por la puerta de mi habitación apareció Claire.

–¡CLAIRE! –Exclamé entusiasmada.

–¿Qué tal? –Inquirió mientras se acercaba a mi camilla, sin saber bien qué hacer.

–Deja tu bolso en la silla de ahí –. Le ofrecí–. No tenías por qué venir.

Lo más estúpido que había dicho en mi vida, porque odio la falsa educación.

–No digas chorradas–. Me contestó.

Por primera vez, observé bien la habitación. Paredes blancas color hospital (porque no hay nada mejor para describirlo), suelo verde pálido, la camilla en la que me tumbaba (con millones de aparatos colgando por ahí), flanqueada por una mesilla de noche en la que dejaba mi móvil, los vasos de agua, las medicinas, y todas esas cosas, unos fluorescentes blancos que irradiaban una luz horriblemente blanquecina, también color hospital...

Me molestaban aquellos fluorescentes, porque me daban sensación de enfermedad, de incomodidad y de muerte (precisamente lo que tengo y siento).

El cáncer es una mierda. No voy a quejarme porque si me quejo es peor, pero hay veces que pienso "Hay muchas campañas contra el cáncer, ¿pero de verdad la gente que va allí sabe lo que es el cáncer?" Y es evidente, nadie sabe lo que es el cáncer hasta que o lo tiene o lo vive de cerca. Y vivirlo de cerca es casi peor, sobretodo si la enferma o el enfermo es tu hija o hijo.

Pero si el cáncer es una mierda, hay millones de enfermedades más que también son una mierda. Todas las enfermedades son horribles.

Pero lo que daría por tener un catarro, simplemente.


Pasé la tarde charlando con Claire, que preguntó por Christina.

Yo dije que estaba un poco resentida por una cosa que le dije, lo de ampliar el círculo social, que por cierto, fue una tontería por mi parte y más por la suya.

No sé si se enfadó sólo por eso (que me parecía un poco infantil) o si le pasaba algo grave en casa o consigo misma.

Cuando llegó la hora de que Claire se fuera a su casa, mi madre vino a visitarme. Hablé con ella sobre el cáncer, sobre la vida, sobre cómo me sentía. Me gustaba hablar con ella sobre estos temas. Luego se tumbó en la camilla de al lado (en la que no me había fijado) y se quedó dormida.

No tardé en hacerlo yo también.


Al día siguiente, la ventana, ya abierta, revelaba un precioso día soleado de cielo azul en el que habría podido disfrutar de la vida. Pero no.

Al cabo de una hora, mi madre llegó con una jaula en la que había un pequeño hámster marrón claro.

–¡Sorpresa!

Odiaba los hámsters, pero qué podía hacer. Era un regalo de consolación del cáncer.

–¡Mamá! ¡Gracias! –Exclamé. De todas, formas, me hacía ilusión que hubiera comprado algo así para mí.

De pequeña corría a la cama de mi madre todos los días y con una voz llena de indulgencia y de inocencia preguntaba a mi madre si me compraba un hámster. Insistía mucho, pero no lo conseguía.

Supongo que lo había comprado por eso.

–¿Cómo lo llamarás? –Preguntó mientras me daba un abrazo.

–Sísifo. –Respondí, sin dudar.

Un Dolor ImperialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora