XXIII: Evan

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La primera vez que conocí a Anya Neturi ambos teníamos tan solo ocho años.

Mi madre se encontraba particularmente cariñosa aquel día y había decidido llevarme con ella a uno de sus viajes semanales al Palacio Real.

Recuerdo perfectamente el local que solían tener sus padres cuando éramos pequeños. Ambos eran zapateros y no tenían mucho dinero por lo que Anya tenía que trabajar con ellos para ayudarlos en vez de educarse como los demás niños de su edad.

Quizás fue obra del destino pero ese mismo día la suela de la bota izquierda de mi madre se despegó y tuvimos que adentrarnos en la tienda de sus padres para repararla.

Ella se encontraba lustrando unos zapatos en una esquina cuando entramos y mis ojos se dirigieron directamente hacia ella. Tenía la nariz sucia con barniz, el cabello despeinado y llevaba un vestido viejo y agujereado.

Recuerdo que cuando me miró, fue imposible apartar la mirada de aquellos ojos enormes y marrones.

Ella sonrió al verme y su rostro se iluminó por completo dejándome sin palabras.

—¡Eres un Clylelus!— exclamó ella, sorprendida.

Fruncí el ceño.

—Es Clypeus.

—Eso dije— contestó con terquedad.

Me crucé de brazos.

—No, dijiste Clylelus.

Anya me ignoró y voló el corto tramo que sus pequeñas alitas marrones le permitieron realizar hasta alcanzar a sus padres, quienes se encontraban tras el mostrador atendiendo a mi madre.

—¿Puedo entrenar con usted?— le preguntó a mi madre sin miramientos luego de sentarse sobre el mostrador— Quiero ser una guerrera como los Clylelus.

Mi madre la estudió por un momento.

—¿Sabes pelear?

—No— contestó Anya con sinceridad— pero quiero hacerlo.

—Tendrías que vivir con nosotros— dijo mi madre y miró a los zapateros— y no sería gratis.

—No tenemos dinero— descartó el padre de Anya— Lo lamento, señora Clypeus, mi hija siempre está hablando sobre convertirse en una Paladín y...

—Tenemos habitaciones de sobra— lo interrumpí con la mirada fija en mi madre— y tenemos comida de sobra.

—Es muy amable, joven Clypeus— dijo la madre de Anya— pero en serio no es necesario, no queremos ser una molestia.

Mi madre me observó por un momento interminable antes de decir:

—Ven aquí niña.

Anya se encogió ante la repentina seriedad en su voz, pero la siguió hasta el centro de la zapatería. Mi madre dio una vuelta alrededor de la niña, levantó sus alas, las estiró, revisó sus brazos, su rostro y luego de un largo rato de debatirse en silencio llegó a una decisión:

—La pondré a prueba por un mes— dijo con cautela— si ella prueba que tiene potencial, podrá quedarse y mi familia pagará su entrenamiento. Si no lo hace, volverá con ustedes hasta que tenga el dinero suficiente como para hacerlo.

Los padres de Anya nos observaron con sorpresa.

—¿Lo dice de veras?

    Mi madre suspiró.

    —No hay muchos niños de la edad de mi hijo en el instituto ahora mismo— admitió— le haría bien tener una amiga.

    Decir que Anya se convirtió en una amiga para mí sería quedarse corto.

El Despertar | Los 12 ColososDonde viven las historias. Descúbrelo ahora