XXXIII: Félix

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No.

Me lancé en picada hacia abajo.

La lluvia me golpeaba sin piedad y me cortaba el rostro como si fuera una cuchilla increíblemente afilada pero no me importaba, mi mirada estaba fija en el bulto oscuro en la distancia.

Aleteé con más fuerza y me impulsé más rápido que nunca. El viento era un grito de auxilio contra mis oídos aunque no sonaba más fuerte que los latidos de mi corazón desbocado, el cual parecía a punto de salirse de mi pecho por el miedo.

    Poco a poco la forma de Azrael en la distancia comenzó a volverse más y más nítida y para cuando salí de la tormenta, me encontré apenas a un respiro de su cuerpo. Gruñí en un último esfuerzo y me lancé contra él sujetándolo entre mis patas. Ambos chocamos contra la montaña y caímos sobre una superficie apenas lo suficientemente grande como para soportar nuestro peso.

    Cuando me transformé en humano de nuevo, apenas pude sentir el frío, apenas pude sentir el dolor en todo mi cuerpo: todo lo que podía ver era el rostro lastimado de Azrael, el frío había vuelto sus labios casi violetas, la piel de sus mejillas y su nariz se había resquebrajado.

Madre, ¿Qué he hecho?

    Vacíe la bolsa de provisiones a mi lado y recosté a Azrael contra mi pecho rodéandonos con aquella pesada manta de piel que había usado antes para cubrirme. Escondí mi cabeza en su nuca y respiré contra la misma intentando generar algo de calor entre nuestros cuerpos.

    —Azrael— murmuré contra su piel y su nombre sonó como una plegaria— Azrael tienes que despertar. Las respuestas te esperan arriba, no puedes irte sin respuestas.

    No puedes irte. Te necesito.

    Deslicé una mano sobre su camiseta húmeda hasta llegar a su pecho y la detuve sobre su corazón: podía sentirlo latir débilmente bajo mi palma. Uní mi cuerpo aún más al suyo y cerré la manta completamente sobre nosotros. Esto era mi culpa. Si no fuera tan egoísta, si no fuera tan egocéntrico, si no...

No.

No era mi culpa. Era culpa de mi madre. Mi madre y sus planes. Mi madre y el peso que había depositado sobre mis hombros.

    —No quiero ésta carga— le había dicho cuando era más joven y todavía creía que podía elegir.

    —Debes hacer lo que te ordeno, soy tu madre.

    —¡Entonces no quiero que seas mi madre!

    Recordé su sonrisa: había sido tan triste que me había dejado completamente enmudecido.

    —Uno no puede elegir a su madre.

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Parecía que habían pasado días cuando oí su débil voz:

— ¿Por qué me duele tanto la cadera?

—Estás vivo— murmuré contra su nuca.

    —Dime que estás vestido— susurró Azrael.

Aunque su voz sonó débil y resquebrajada, no había perdido el desdén en ella.

    Azrael se sentó y no tardé en sentir la ausencia de su cuerpo cálido contra el mío. Cerré la manta como pude a nuestro alrededor y suspiré.

    —Eso  no salió tan bien como esperaba.

    —¿Tú crees?— Bufó el Príncipe de los Espectros—Al menos ha dejado de llover.

El Despertar | Los 12 ColososDonde viven las historias. Descúbrelo ahora