Capítulo Cuatro

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-Padre - dije - tiene que ayudarme.

-Me encantaría hacerlo, pero no soy sacerdote.

-Voy a ir al Infierno, y maldición, no he hecho nada para merecer estar maldita. Excepto por ese doble homicidio. ¡Pero fue un accidente! Debería sumar algunos puntos haber salvado a Justine y a su mamá.

-No soy un sacerdote, señorita. Soy el empleado de la limpieza. Y ésta no es una iglesia católica, somos presbiterianos.

- ¿Me puede incinerar con agua sagrada? - Tenía al hombre sujeto por la camisa, apoyado sobre las puntas de sus pies, era al menos tres pulgadas más bajo que yo. - ¿Clavarme su crucifijo hasta que muera? - Me dirigió una dulce y tonta sonrisa.

-Eres muy bonita. - Sorprendida, le solté, e hizo una cosa que me ofendió, me envolvió con sus brazos y me beso. Con fuerza. Realmente con toda su fuerza, y se concentro bastante al hacerlo; Su lengua se movía dentro de mi boca y algo duro y firme se apretaba contra la zona baja de mi estomago. Sabía a cereal.

Le aparté suavemente, pero aún así, salió volando por encima del banco de la iglesia y aterrizó con un fuerte golpe cerca del púlpito. La abierta sonrisa no vaciló y tampoco, desafortunadamente, acabó con su erección; Podía ver el bulto en sus pantalones.

-Hazlo de nuevo - dijo suspirando.

-¡Oh, simplemente duérmete! - Conteste bruscamente y, para mi sorpresa, su cabeza cayó encima de su hombro y comenzó a roncar.

Estaba borracho... seguro. Debería haberle olido. Le mire otra vez y me maldije a mí misma, por supuesto que era el empleado de la limpieza; Estaba vestido con unos pantalones vaqueros y una camiseta en la que se leía "Limpiezas D & E: ¡Ordenamos Tu Desorden!" En mi nerviosismo, me había aferrado a la primera persona que había visto. Él a su vez me había agarrado a mí, pero había sido sincero.

Estaba todavía sorprendida, había logrado entrar en la iglesia sin estallar en llamas. Excepto que no me gustó el resultado. La puerta se había abierto fácilmente y la iglesia era como todas: Prohibitiva, pero reconfortante, parecida a un amado, pero severo abuelo.

Cautelosamente me senté en un banco, esperando que mi trasero saliera ardiendo. No pasó nada. Toqué la Biblia que había delante de mí..., nada. Frote la Biblia por toda mi cara y siguió sin pasar nada. ¡Maldición! De acuerdo, era un vampiro.

Estaba conmocionada, pero me acostumbraría a eso. ¡Excepto que las reglas de los vampiros no se aplicaban en mí! Debería estar retorciéndome entre las llamas, no sentada impaciente en un banco de la iglesia, esperando que Dios mandara mi alma al infierno.

Mire el reloj que estaba situado en una de las paredes más lejanas. Pasaba de las cinco de la mañana; El sol se elevaría pronto. Tal vez un paseo matutino me pudiera rematar. Olí a almidón, a algodón viejo, y a aftershave, escuché ruido de pasos, y me di la vuelta para ver al presbítero caminando por el pasillo hacía mí.

Era un hombre que estaba al comienzo de sus cincuenta años, completamente calvo por arriba, y con canas a los lados y por detrás de su cabeza. Llevaba puesto unos pantalones negros y una camisa de manga corta negra. Sus mejillas se veían sonrosadas, indicando que se acababa de afeitar, y traía puestas unas gruesas gafas, que resaltaban su nariz aguileña. Un anillo de boda brillaba en el dedo anular de su mano izquierda. Al menos pesaba veinte libras de más, para la altura que tenía, lo que probablemente quería decir que debía de dar unos excelentes abrazos.

Con una mirada lo vio todo: Al hombre de la limpieza desmayado y roncando en el suelo, y a la chica muerta sentada en el banco de la iglesia, pareciéndose a mierda de perro asada al horno. Me sonrió.

Vampira & SolteraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora