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Para los habitantes de Kingville, la caída del sol se había vuelto una experiencia absolutamente aterradora desde la llegada de los lobos. La mayoría de ellos hubiera matado a uno de sus compañeros si eso significaba obtener unos segundos más de preciosa luz solar. La noche se había convertido en sinónimo de peligro, pero lo que era aún peor, la oscuridad traía incertidumbre. Ninguno de los temblorosos y sucios habitantes de "El Riel Dorado" sabía qué les deparaba el nuevo día, no sabían si habría un nuevo día, y ese era el verdadero temor.

Y aquella noche parecía que iba a ser la peor de todas, no porque la situación hubiera cambiando, no porque fueran menos, sino porque todos tenían la mirada puesta en escapar de aquel infierno cuando antes, y por primera vez esa posibilidad se sentía real. La ansiedad estaba devorando a todos los sobrevivientes, y tenía garras y colmillos justo como los lobos. Hacía hervir la sangre, impedía pegar un ojo a pesar de que el cuerpo lloraba y rogaba por un segundo de descanso, ponía el cerebro como si fuera un motor al que acababan de verterle gasolina directamente, y si permanecía allí durante mucho tiempo, acabaría por enloquecer a todos. La ansiedad tenía algo que entre los buenos habitantes de Kingville (o por lo menos los que quedaban) estaba escaseando: paciencia. Cada día que salía el sol ella parecía susurrarles al oído: "vaya, lo has logrado otra vez, pero no te preocupes, la próxima noche te atraparé". Y parecía que esa noche ya había llegado.

Nadie estaba durmiendo dentro de la tienda. La gran mayoría de los sobrevivientes mantenían la vista clavada en el suelo y ocasionalmente la levantaban para dar una desesperanzada mirada al reloj que colgaba en la pared, y repetían el procedimiento cada cinco minutos o menos. Solo los valientes se acercaban a la improvisada barricada y trataban de inspeccionar qué es lo que ocurría fuera, en las oscuras calles del pueblo, y se encontraban siempre con lo mismo: nada. Dave era uno de esos valientes que caminaban monótonamente alrededor del lugar, y Kim lo acompañó. Quería estar cerca de su hermano, por si acaso. Sin embargo Dave no estaba tan interesado en la tierra; él mantenía su vista clavada en el cielo, esperando el primer rayo de luz que indicaba que la pesadilla había terminado. Renegaba del reloj, y en su mente consideraba a aquellos que se la pasaban mirándolos unos absolutos dementes. 3 de la mañana, 4 de la mañana, 5 o 6, eso no importaba. Lo único que importaba era el sol. Se había convertido en su dios, y solo respondería a sus órdenes, no a las de ningún maldito reloj.

Por su parte, Noah permaneció aislado en la habitación donde había armado una dosis de la cura en absoluta soledad, la cual luego entregó al Sheriff Phil Jones, quien había tomado para si la tarea de portar el arma y dispararla cuando llegara el momento, llegaba el momento. El arma descansaba en su regazo, cargada, pero con el seguro puesto y los dedos bien lejos del gatillo. Nancy, sentada frente a él, lo miraba con preocupación, pero tenía claro que no había palabras que pudiera decirle que le quitaran presión de encima. Había aprendido unas cuantas cosas respecto a Phil en sus años trabajando juntos, una de ellas era que cuando su mente se enfocaba en algo, las distracciones no existían. Suponía que por eso él era tan bueno en su trabajo.

A pesar de que habían estado juntos menos tiempo, Nancy también había aprendido algunas cosas sobre Alan, por eso no le sorprendió en lo más mínimo ver como el joven caminaba con pasos rápidos por toda la farmacia, como alguien buscando algo que sabía que no estaba allí. Tenía el don de la secretaria, le gustaba decir a Lia Morgan, su más vieja amiga, en las tardes que se juntaban a tomar café y charlar de cómo había pasado la semana. El don de la secretaria consistía en una habilidad natural para observar a las personas y "sacarles la ficha", entenderlas, por no mencionar que incluía también una memoria prodigiosa para recordar hasta los más mínimos detalles. A Nancy, humilde como siempre, aquello le había parecido una chorrada, pero ahora le parecía que Lia estaba en lo cierto. De repente se encontró pensando en si su amiga estaría viva o no. La respuesta, demasiado fácil de alcanzar, fue también demasiado terrible como para soportarla, así que decidió desechar la pregunta por completo y enfocarse en lo que todos estaban haciendo: sobrevivir. Aunque aquello sonaba como un infierno, a Nancy le hubiera gustado estar más tiempo despierta, tal vez así le hubiera costado menos procesar que todo lo que ella conocía y amaba de Kingville se había ido a la mierda.

El tiempo de las bestiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora