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Phil acabó con sus tres minutos obligatorios de ducha, de los cuales tuvo que pasar por lo menos dos quitándose la sangre coagulada del rostro, y tuvo que secarse con una toalla que, si no se equivocaba, en algún momento debió ser blanca, y no de ese asqueroso color marrón y rojo que lucía ahora.

Con la toalla asquerosa aún alrededor de su cintura, avanzó hasta el pequeño lavamanos del baño, y miró su reflejo en el sucio espejo.

Tenía un hematoma cerca de donde comenzaba el pelo, probablemente producto del golpe del bate de beisbol, o del choque, ya no podía estar seguro, pero lo cubrió rápidamente algunos mechones de su cabellera lacia y castaña, y luego procedió a inspeccionar el resto de su rostro. Se le antojó que había envejecido por lo menos cinco años desde que había salido a la carretera hacía apenas unos días. En su ciudad, él trabajaba en una oficina, y por lo menos una vez al mes les advertían sobre los peligros del estrés, y bla, bla, bla...

"Esa gente no tiene idea de lo que es el estrés", pensó, recordando todo lo que tuvo que vivir en unas pocas horas, y lamentándose por lo que, inevitablemente, todavía le faltaba vivir.

Ya totalmente seco, dejó la toalla donde la encontró, rezando para no tener que secarse nunca más con ella, y empezó a vestirse lentamente, más por el dolor que tenía en todo el cuerpo que por voluntad propia.

Nuevo, deja de acaparar el puto baño —le gritaron desde afuera, y acompañaron con tres fuertes golpes en la puerta.

Moviéndose tan rápido como pudo, abrió la puerta, para encontrarse cara a cara con una señora de unos 40 años aproximadamente, que, a pesar de todo el caos que había, tanto en el bar como en el pueblo, se las arreglaba para mantenerse ligeramente maquillada (pero no tan ligeramente para que sea sutil).

—Lo siento —se disculpó Dave, haciéndose a un lado.

—Bueno para nada, deberían de haberte dejado allí afuera, o mejor, meterte un balazo apenas te vieron —sentenció la mujer, sin siquiera mirarlo, y se encerró en el baño con un portazo.

Dave se planteó contestarle, pero decidió dejarlo pasar, ya no tenía voluntad ni para eso. Entonces otra pregunta surgió en su mente: ¿Quién era esa señora antes de toda esta locura? ¿Una maestra? ¿Bibliotecaria? ¿Dueña de una empresa multimillonaria? No podía imaginársela en ningún de esos trabajos, y no era relevante. De ahora en más era La Mujer del Maquillaje, y no necesitaba saber más nada de ella, a excepción de no meterse en su camino si estaba determinada a usar el baño.

—¿Dave? ¿Dave Veder? —preguntó una voz a sus espaldas, y él no pudo evitar lanzar un resoplido de cansancio.

—Sí, disculpa —respondió, dándose vuelta para enfrentar a su interlocutor.

Frente a él se encontraba un chico, apenas más joven que él y un poco más pequeño y delgado. Llevaba su cabellera rubia hasta el cuello, y vestía una unos jeans gastados, y una remera a rayas blanca y azul.

—Diablos, creí que eras tú cuando estabas atado en la silla, pero no podía estar seguro, además, esos tipos son unos salvajes, no hubieran dudado en apalearme si llegaba a sugerir que no eras uno de esos malditos que está ahí fuera —explicó él, entre nervioso y asustado, pero de inmediato se dio cuenta de algo— No tienes la menor idea de quién soy, ¿verdad?

Tanto aquel muchacho como Dave se sintieron algo avergonzados en ese momento, pero dado que era el único que lo había tratado con cierta decencia desde que había llegado, decidió que debía aclarar los tantos rápido y, en lo posible, formar una alianza.

—Lo siento, pero no.

—Sí, me imaginé —comentó, y soltó una risita nerviosa y sin gracia—. Soy Peter Cocker, íbamos a la misma secundaria, una vez detuviste a unos idiotas que me estaban molestando... iba al mismo año que Kim.

El tiempo de las bestiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora