El amor secreto del líder

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—¿Cuál es su estado?

—Está inconsiente pero pronto despertará.

—No me sirve, despiertenlo ya.

—P-pero señor el paciente requiere de descans...

—¿Acaso no escucho mis órdenes? —Manzoni Alessandro, el jefe de la marsellesa estaba cansado, más harto que nunca por la incompetencia que todos ahí parecían mostrar.

Tras finalizar su reunión en Palermo, el testa ya estaba listo para volver a Roma, de hecho todos en la Marsellesa lo estaban. Pero ninguno pudo volver por el inconveniente que se les presentó.

Nakahara Chuuya, el apodado y bien conocido rey de la gravedad fue lo suficientemente hábil para dejar fuera de combate a toda la polizia di Stato y a su general en armas, cabecilla de Palermo.

Aquella noticia no tenía contento a Alessandro, quién luego de enterarse por boca de Natalia la paliza que les fue bien dada a todos los italianos por parte del japonés, requirió de cancelar su vuelo privado para ir al hospital donde internaron a Rafael y exigirle explicaciones. Aunque un gremio entero de médicos intentaron detenerle, sin obedecer a nadie, el líder de la marsellesa caminó a paso acelerado hasta la habitación.

—¿Quién es usted? No puede estar aq... ¡Oiga, espere!

—Manzoni Alessandro —se dignó a responder con aire arrogante—, ¿aún hay problema con dejarme pasar?

—...

—Eso pensé —Cuando la seguridad hospitalaria se hizo a un lado, fue el mismo jefe el que sonrió sabiendo lo superior que era.

Al fin en el cuarto, sólo una despistada enfermera se atrevió a detener su marcha y fue puesta en su lugar de inmediato. Entonces no quedó nadie más en la recámara.

—¿Alessand-

—No menciones mi nombre, me da asco que tú lo hagas —lo interrumpió sin interesarle su mísero estado de salud.

Sabatini por su parte, todavía estaba adolorido, inclusive muchos médicos se sorprendieron por la voluntad física con la que contaba por no haber muerto. El rey de la gravedad le había dejado con grandes secuelas, desde sus huesos rotos hasta el derrame interno que dejó bien fracturado su hígado y amenazaba con dejarlo hospitalizado.

—Puedo explicarlo.

—¿Qué me vas a explicar Rafael? —Se alteró el de ojos amatistas—. ¿Que eres un inútil? ¿Que no sirves para nada? ¿Que si te encargo algo y me fío de ti, tú no lo haces?

El testa muchas veces podía ser calificado como una persona amigable, pero cuando se trataba de reprender a sus subordinados ninguno declararía nada a su favor de manera consiente. Alessandro estaba enojado, más molesto que nunca y todo era gracias a él. Que por su incompetencia dejó a Palermo sin seguridad y aunado a eso, habían secuestrado a una de sus mejores piezas frente a sus narices, y él no hizo nada.

Los japoneses golpearon de manera brutal el sensible y bien formado orgullo italiano, y ese, a ojos de la Marsellesa era el peor pecado que alguien podría cometer en su miserable vida.

—Lo lamento —se disculpó Rafael sin sentirse en derecho de mencionar aquello.

—Eso no resuelve nada.

La verdad era que Sabatini no quería justificarse, tampoco buscaba el perdón sincero del testa. Tan mal estaba que ya ni él sabía lo que quería.

Había llegado hasta Palermo por el aviso de Anna y con simpleza, lo que halló ahí le dejó aterrorizado.

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