II

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Tao se quedó helado, durante un momento fue incapaz de respirar o incluso hasta de pensar. ¿Tenía delante la respuesta con toda su crueldad?
¿Era esto, tortura y mutilación, lo que le esperaba en el futuro? ¿Era ese el futuro de los que eran como el?
Cerró los ojos durante un momento en un intento de escapar a la realidad.
La brutalidad de los humanos capaces de hacer eso.
Brotaron lágrimas en sus ojos por el dolor y el sufrimiento que esa criatura había soportado antes de morir. Se sintió responsable. Se le habían concedido unos dones muy especiales, sin embargo, no había sido capaz de desvelar los secretos de la enfermedad que condenaba de ese modo a quienes la padecían. Respiró profundamente y se obligó a mirar. Estaba vivo cuando sus atacantes sellaron el ataúd. Había arañado la madera hasta conseguir hacer un agujero en la misma. Sofocó un sollozo, sintiendo compasión por ese pobre hombre asesinado. En su cuerpo había miles de cortes. Una estaca de madera, grande como un puño atravesaba su cuerpo cerca del corazón. Quienquiera que lo hubiera hecho necesitaba lecciones de anatomía. Respiró consternado. ¡Cuánto debía haber sufrido!
Tenía las manos y los tobillos atados; vendas sucias y podridas atravesaban su cuerpo como si fuera una momia. Salió el doctor que llevaba dentro e intentó realizar un examen clínico más detallado. Era imposible determinar cuánto tiempo llevaba muerto. Por el estado del sótano y del ataúd, supuso que algunos años, pero el cuerpo no había empezado a descomponerse. Gestos de agonía todavía se marcaban en su rostro. Su piel era de color gris y se estiraba sobre sus huesos. Las señales de sufrimiento se plasmaban en su expresión, dura y sin compasión.
Le conocía, era el hombre que aparecía en sus sueños. Aunque parecía imposible, no había duda, le había visto suficientes veces. También se trataba del hombre de la foto que le había enseñado Don Wallace.
Aunque todo parecía fuera del ámbito de lo posible, se sentía vinculado a él, sentía que el tenía que haberle salvado. Empezó a surgir un profundo pesar de su interior. Sentía como si una parte de el yaciera muerto en el ataúd.
Tocó su sucia melena azabache con sus suaves dedos. Debía padecer la misma extraña enfermedad sanguínea que el.
¿Cuántos más habrían sido capturados, torturados y asesinados por algo con lo que nacieron?
—Lo siento —susurró suavemente, sintiéndolo en lo más profundo— os he fallado a todos. Un lento movimiento de aire fue su única advertencia.
Los párpados se abrieron y de pronto se encontró con unos ojos que desprendían un venenoso odio. Un brote de fuerza hizo que se acabara de romper una de las corroídas cuerdas que le ataban y una mano se aferró a su cuello como si se tratara de un torno. Era muy fuerte, le cortó las vías respiratorias, por lo que no podía gritar. Todo parecía dar vueltas, el blanco y el negro se precipitaban sobre el. Tuvo el tiempo suficiente para lamentar no haber podido hacer nada para ayudarle, para sentir el punzante dolor que le ocasionaron sus dientes al penetrar en su desnuda garganta.
- Que sea rápido . —Tao no luchó, sabía que era inútil. De cualquier modo debía algo a esta atormentada criatura y hacía mucho tiempo que ya había aceptado su muerte. Estaba aterrorizado, por supuesto, pero con una extraña calma. Si de algún modo podía proporcionarle algo de paz, quería hacerlo. El sentido de culpa por no haber podido descubrir una cura era lo que invadía su mente. Y también algo más, algo esencial, tan antiguo como el propio tiempo. La necesidad de salvarle. Saber que él había de vivir y que el estaba dispuesto a ofrecer su vida por él.
Tao se despertó mareado y débil. Tenía dolor de cabeza y le hacía tanto daño la garganta que tenía miedo de moverse. Frunció el entrecejo incapaz de reconocer dónde se encontraba. Escuchó sus propios lamentos. Estaba estirado en el suelo, con un brazo atado a la espalda, tenía algo atado a la muñeca. Dio un tirón para colocar el brazo en su sitio, pero la cuerda se apretó más y corría el riesgo de romperse sus frágiles huesos. Su corazón se sobresaltó y con su mano libre se tocó la garganta recordando. Tenía el cuello hinchado y amoratado. Había una herida, abierta y dolorosa. Tenía una sensación extraña en la boca, un ligero sabor a cobre en la capa de la lengua. Se dio cuenta enseguida de que había perdido demasiada sangre. Tenía un corte en la cabeza que se agrandaba a medida que la presión aumentaba. Sabía que esa criatura era la responsable y que intentaba entrar en su mente. Se humedeció los labios cuidadosamente, se echó hacia atrás, acercándose al ataúd, para aliviar la presión del brazo. Sus dedos todavía rodeaban su pequeña muñeca como si fuera una esposa, un torno que amenazaba con aplastarle los huesos si hacía el menor movimiento. Se le escapó otro gemido antes de que pudiera evitarlo. Quería creer que se trataba de una pesadilla. Armándose de valor giró la cabeza lentamente para mirarle. El movimiento fue muy doloroso, incluso le cortó la respiración. Sus ojos se clavaron en los suyos. Tao intentó luchar involuntariamente para liberarse. Sus ojos negros como la noche le quemaban. Un odio feroz, una rabia letal se concentraban en su desalmada presencia. Lo estrechaba con sus dedos, aplastándole la muñeca, atándolo más a él, haciendo que lanzara un grito de dolor y de pánico de su amoratada garganta. Se dio un golpe en la cabeza.
—¡Basta! —Tao se hizo una herida en la frente al darse contra el canto del ataúd en sus forcejeos—. Si me hieres no podré ayudarte. —levantó la cabeza para encontrarse con esos ojos negros—. ¿Me entiendes? Yo soy lo único que tienes. —Sacó fuerzas para poder mantener esa oscura mirada de fuego y gélida a la vez. Tenía los ojos más aterradores que jamás había visto—. Me llamo Tao O'Halloran. Soy médico. —Lo repitió en varios idiomas, pero cedió al ver que esos ojos continuaban quemándolo. No parecía haber misericordia en él. Desalmado. Un animal, atrapado, herido, confundido. Un depredador más peligroso de lo que nadie hubiera podido imaginar confinado en un espacio imposible.
—Te ayudaré si me dejas —dijo el con dulzura como si estuviera persuadiendo a un animal salvaje. Utilizó descaradamente el poder de su voz. Hipnótico, gentil, relajante—. Necesito instrumentos y un vehículo. ¿Me entiendes? El se inclinó sobre él y con su mano libre acarició su mutilado pecho. Sangre fresca seguía brotando alrededor de la estaca y de sus muchos otros cortes como si éstos fueran recientes. Su muñeca tenía una fea herida abierta que parecía recién hecha, estaba seguro de que antes no estaba allí.
—Dios mío debes estar sufriendo mucho. No te muevas. No puedo sacarte la estaca hasta que te lleve a mi cabaña. Te desangrarías hasta morir. —Curiosamente tenía mejor color. La criatura lo fue soltando lentamente, con reticencia, sin dejar de mirarlo. Él estiró la mano hasta el suelo para arañar la tierra y ponérsela en las terribles heridas. ¡Por supuesto! La tierra. El le ayudó, cogiendo entre sus manos montones del rico remedio para colocárselo sobre sus heridas. Había muchísimas. Tras echar el primer montón, se quedó quieto para conservar su energía, su mirada volvió a atraparlo como si quisiera marcarlo. Nunca parpadeaba, sus oscuros ojos no se desviaron ni una sola vez.
Tao miró hacia la entrada del sótano con nerviosismo. Había pasado mucho tiempo desde que se había quedado inconsciente. El sol saldría pronto. Se inclinó sobre él y le acarició de nuevo su melena suavemente, en su acto se manifestaba una extraña ternura. Por alguna extraña razón se sentía atraído hacia esa pobre criatura y esa sensación era mucho más fuerte que su compasión natural, que su necesidad de ayudar como médico que era. Quería que viviera. Tenía que vivir. Tenía que hallar el modo de eliminar su sufrimiento.
—He de ir a buscar algunas cosas. Iré tan rápido como pueda, volveré, te lo prometo. —Se puso en pie, se giró y dio un paso. Él se movió tan rápido que ni siquiera pudo verle, su mano volvió a agarrarlo por el cuello, doblegándolo hasta que cayó cruzado sobre él. Sus dientes crecieron ante su desnuda garganta, el dolor era insoportable. Se alimentó vorazmente, como un animal salvaje descontrolado. El luchaba contra el dolor, contra la futilidad de lo que le estaba haciendo. Estaba matando a la única persona que podía salvarle. Su mano alzándose a ciegas encontró su oscura melena. Sus dedos se enredaron en la sucia y densa cabellera, allí se quedaron cuando se desplomó casi sin vida sobre su pecho. Lo último que oyó antes de marcharse fue el latido de su corazón. Asombrosamente, su propio corazón intentaba seguir el ritmo regular y fuerte del de él. Se hizo el silencio, luego resolló de manera entrecortada mientras su cuerpo luchaba por sobrevivir. La criatura miraba lúgubremente su flácido y esbelto cuerpo. Cuanto más fuerte y despierto estaba, más dolor tenía, más le consumía. Levantó la mano que le quedaba libre, se mordió la muñeca y le puso la herida sangrante sobre la boca de Tao por segunda vez. Estaba muy confundido respecto a lo que estaba pasando a su alrededor y el dolor era muy intenso. Había estado enterrado durante tanto tiempo que no podía recordar nada de su vida, salvo algunas imágenes borrosas en blanco y negro. Ahora le dolían los ojos debido al vívido brillo de los colores de la estancia. Tenía que huir del calidoscopio de tonalidades, el dolor aumentaba en cada instante y emociones desconocidas para él amenazaban con ahogarle.
Tao se despertó lentamente, boca abajo sobre el suelo. Tenía la garganta dolorida y pulsátil, volvió a notar el mismo sabor dulce y a cobre en la capa de la lengua. Se encontraba mal y estaba mareado, instintivamente notó que el sol estaba en lo más alto. Sentía su cuerpo como si fuera de plomo. ¿Dónde estaba? Tenía frío y estaba desorientado.
Se puso de rodillas, pero tuvo que bajar la cabeza para evitar desmayarse. Nunca había estado tan débil, tan indefenso. Era un sentimiento aterrador. De pronto recobró la conciencia y se puso a gatear por el suelo de tierra. Con la espalda apoyada en la pared y el ancho de la habitación entre ellos, le miró con horror en el ataúd. Yacía como si estuviera muerto. No se percibía ningún latido ni respiración. Se llevó su temblorosa mano a la boca para ahogar un sollozo. No iba a acercarse de nuevo a él, vivo o muerto. Aunque tuvo ese pensamiento, inteligente todavía sentía la necesidad de ayudarle. Había algo en el que no podía dejarle. Quizás estaba equivocado respecto a lo de la enfermedad de la sangre.
¿Existirían realmente los vampiros? Utilizó sus dientes, sus incisivos eran afilados y debían tener algún agente coagulante, del mismo modo que su saliva debía tener alguna propiedad curativa. Se masajeó las sienes que no dejaban de palpitar. La necesidad de ayudarle era compulsiva, lo superaba, era tan intensa que lo obsesionaba. Alguien había dedicado su tiempo a torturar a ese hombre y había hallado placer en su sufrimiento. Le habían hecho sufrir todo lo que habían podido y luego le habían enterrado vivo. Sólo Dios sabía cuánto tiempo llevaba soportando esa terrible situación. Tenía que ayudarle a cualquier precio. Era inhumano pensar en dejarle en ese estado. Era algo que el no podía ni tan siquiera imaginar. Suspirando se incorporó, luego se inclinó hacia la pared hasta que el sótano dejó de dar vueltas. Vampiro o humano, no podía dejarle sufriendo de inanición y de una muerte lenta. Tenía un dolor terrible, era evidente que no entendía lo que estaba sucediendo. Estaba atrapado en un mundo de agonía y locura. «Es evidente que has perdido la cabeza, Tao», se dijo a sí mismo en voz alta. Sabía que estaba experimentando algo más que compasión y la necesidad de curar. Algo increíblemente fuerte en el tenía el compromiso de asegurar su supervivencia. De una extraña forma había convivido con ese hombre durante años. Había estado con el a todas horas, compartiendo su mente, llamándolo, suplicándole que fuera a liberarle.
Le había dejado en ese lugar de sufrimiento y locura, porque pensaba que no era real. No iba a fallarle de nuevo. El sol brillaba en el cielo. Si el padecía los mismos efectos letárgicos que el, probablemente estaría profundamente dormido y no se despertaría hasta el atardecer. Tenía que marcharse ahora o arriesgarse a otro ataque si se despertaba. El sol iba a quemarle la piel. Encontró su bolsa y buscó sus gafas de sol. Atravesar la pradera fue como un infierno. Incluso con gafas de sol, la luz hería sus ojos, que no dejaban de lagrimear y hacerle la visión borrosa. Al no poder ver bien el irregular terreno se cayó varías veces. El sol lo estaba venciendo, implacable en su asalto. En la sombra del bosque, los árboles le proporcionaron cierto alivio. Pero al llegar a la cabaña no había una parte de su piel que no estuviera roja o con ampollas. Una vez en casa se examinó el cuello hinchado y la garganta, los terribles morados y las heridas. Tenía un aspecto grotesco, parecía una langosta, abatido y apaleado.
Se puso aloe vera sobre la piel, luego, recogió rápidamente herramientas, cuerdas e instrumental médico y los colocó en la caravana. Los cristales del vehículo eran oscuros, pero tendría que cubrirle para meterlo dentro. Así que regresó para recoger una manta. Se mareó y cayó arrodillado. Estaba muy débil. Necesitaba urgentemente una transfusión. Si tenía que salvar a ese hombre, primero tenía que salvarse el. Le había llevado un par de horas regresar a su cabaña y no quería malgastar más tiempo. No obstante, sabiendo que no tenía elección, programó una transfusión, utilizando una de las bolsas de sangre que tenía guardadas. Parecía una eternidad, cada minuto se convertía en una hora, que le proporcionaba demasiado tiempo para preocuparse, para hacerse preguntas. ¿Estaba el ataúd demasiado cerca de la entrada del sótano? ¿Por qué no se había dado cuenta? Si le había dejado en un sitio donde pudiera darle el sol, se estaría abrasando, mientras el estaba atendiendo otras cosas de menor importancia. ¡Dios mío! ¿Por qué no podía recordarlo? Le dolía la cabeza, tenía la garganta áspera y en general estaba aterrorizado. No quería volver a sentir su mano en su garganta. Tampoco quería pensar que había sido tan insensible como para dejarle donde pudiera darle el sol. Pensar en ello lo ponía enfermo. Cuando hubo terminado con la transfusión, preparó rápidamente su cabaña para la operación, ordenó el instrumental para sacar la estaca y preparó suturas para cerrar la herida, al menos tenía sangre para darle. No se permitió pensar más en lo que tenía que hacer mientras conducía hacia las siniestras ruinas. El sol estaba descendiendo por las montañas cuando estaba aparcando el vehículo delante de la entrada de la bodega y utilizando el cabrestante condujo el cable por la abertura. Respiró profundo, temeroso de lo que iba a encontrar y descendió por la destartalada escalera. Al momento sintió el impacto de esos ojos de fuego. Se le sobresaltó el corazón, pero se impuso cruzar hasta estar fuera de su alcance. La observaba con una mirada impertérrita de un depredador. Se había despertado solo y seguía atrapado. El miedo, el dolor y el hambre intolerables le desgarraban. Sus ojos negros se posaron sobre el acusándolo, llenos de rabia y con la oscura promesa de vengarse.
—Escúchame. Por favor intenta comprender. —Empleaba desesperadamente el lenguaje de las manos mientras hablaba—. He de colocarte en mi caravana. Te va a doler, lo sé. Pero tú eres como yo, los anestésicos no te hacen efecto. —Empezaba a tartamudear, su mirada fija le ponía nerviosa—. Mira —dijo con desesperación— no he sido yo quien te ha hecho esto, estoy haciendo todo lo que puedo para ayudarte. Sus ojos le ordenaron que se acercara más.
Tao levantó la mano para apartarse el pelo y se dio cuenta de que le temblaba.
—Voy a atarte de modo que cuando enganche el cable a la... —No terminó la frase y se mordió el labio—. Deja de mirarme de ese modo. Ya es bastante duro. Se acercó a él con cuidado. Necesitó todo su valor para hacerlo. Él podía sentir su miedo, oír el frenético latido de su corazón. Había terror en sus ojos, en su voz, sin embargo, fue a ayudarle. Él no lo había obligado a hacerlo. El dolor le había debilitado. Optó por conservar su energía. Los dedos de Tao estaban fríos al tacto con su piel y sintió un alivio en su sucia cabellera.
—Confía en mí. Sé que te estoy pidiendo mucho, pero esto es lo único que se me ocurre que puedo hacer. Sus ojos, negros y gélidos, no dejaban de mirarlo. Lentamente, evitando alarmarle, Tao acolchó la zona alrededor de la estaca con toallas dobladas, con la esperanza de no matarle al moverlo. Le cubrió con una manta para protegerle del sol. Él sólo lo observaba, aparentemente sin demasiado interés, sin embargo, el sabía que se estaba conteniendo, que estaba preparado para atacar si era necesario. Una vez le hubo asegurado dentro del ataúd para reducir al mínimo el movimiento y el sangrado, él le agarró por la muñeca del modo en el que el ya se había empezado a familiarizar. Las fotografías que Don Wallace y Jeff Smith le habían enseñado dos años antes mostraban algunas de sus víctimas con vendas en los ojos y mordazas. No podía negar que esta criatura tenía el mismo aspecto que el hombre de sus sueños, como el de la fotografía, sin embargo, era evidente que no podía haber sobrevivido siete años enterrado en ese sótano. Había trozos de tela roída en el ataúd. ¿Una mordaza? ¿Una venda? Le dio un vuelco el estómago. Ni siquiera para protegerle los ojos podía vendárselos. No podía repetir nada de lo que le hubieran hecho sus asesinos. Su sucia cabellera era muy larga, estaba enredada y le caía sobre la cara. El sentía la fuerte necesidad de apartársela del rostro, de acariciarle con sus suaves dedos, de erradicar de golpe los últimos siete años con una caricia.
—Muy bien te desataré el brazo —le dijo tranquilizándole.
Era difícil permanecer quieto, esperando su decisión, sus ojos estaban cautivos de su feroz mirada. Parecía una eternidad. Tao podía sentir su rabia bullendo bajo su piel. Cada segundo que pasaba le resultaba más difícil mantener el valor. No estaba seguro de que estuviera cuerdo. Con reticencia, dedo a dedo, él lo soltó. Tao no volvió a cometer el error de tocarle el brazo. Con mucho cuidado enganchó el cable al asa de la parte superior del ataúd. —Te he de poner esto en los ojos. Se está poniendo el sol, pero todavía hay suficiente luz para cegarte. Sólo te la pondré por encima, puedes quitártela cuando quieras. En el momento en que se la puso, él se la sacó, sus dedos
volvieron a agarrarlao de la muñeca en señal de advertencia. Tenía una fuerza enorme, casi le aplasta los huesos, sin embargo, tuvo la sensación de que no pretendía lastimarlo. Le marcó una clara frontera entre lo que era aceptable y lo que no lo era.
—Muy bien, déjame pensar. No quieres venda. —Se pasó la lengua por el labio inferior y luego por los dientes. Sus oscuros ojos simplemente lo observaban, siguiendo el movimiento de su lengua y regresaron a sus vivaces ojos verdes. Observando. Aprendiendo—. De acuerdo puedes utilizar mis gafas hasta que te introduzca en el vehículo.
—Le colocó las gafas oscuras con mucho cuidado sobre la nariz. Le acarició brevemente el pelo—. Lo siento esto va a hacerte daño. Tao se echó hacia atrás prudentemente. Era peor no verle los ojos. Dio otro paso. Él retorció la boca haciendo un gruñido silencioso dejando ver el brillo de sus dientes. Corrió durante una décima de segundo antes de que su brazo volviera a agarrarlo con increíble velocidad. Sus uñas le hicieron un profundo arañazo en el brazo. El dio un grito agarrándose el brazo, pero siguió corriendo hasta llegar a la desgastada escalera. La luz golpeó sus ojos, cegándolo, produciéndole un dolor a lo largo de toda su cabeza.
Tao entrecerró los ojos y se metió de golpe en la caravana para darle al torno. No quería verle vomitar. Ahora era el, el que le estaba torturando y eso no podía tolerarlo. Las lágrimas corrían por sus mejillas. Tao fingió que era una reacción a la luz solar. En el fondo sabía que él la había lastimado por miedo a que le abandonara. El sonido del cable se interrumpió de golpe. Tao rodeó el vehículo, abrió la puerta trasera, bajó la rampa y pasó el cable por la cabina del conductor hasta la carrocería. El torno subió y cargó el ataúd suavemente en la caravana. Tao necesitaba las gafas de sol para conducir, pero no quería acercarse a él hasta que no fuera absolutamente necesario. En esos momentos debía padecer tanto que podría matarlo antes de que el pudiera convencerle de que no intentaba torturarle. No encontraba motivo para culparle. El regreso a casa llevó más tiempo de lo normal, tenía los ojos hinchados, no dejaban de llorar y tenía la visión borrosa. Conducía despacio, intentando evitar las piedras y los baches del tortuoso camino. En el estado en que estaba, incluso con un vehículo con tracción a las cuatro ruedas, era difícil circular. Tao despotricaba en voz baja mientras aparcaba la furgoneta casi en el porche de su cabaña.
—Por favor, te lo ruego, no me agarres y me devores vivo —canturreaba suavemente a modo de letanía o de oración. Un mordisco más y quizás jamás podría volver a ayudar a alguien. Respirando profundo abrió la puerta trasera y empujó la plataforma rodante por la rampa. Sin mirarle, bajó el ataúd hasta colocarlo sobre la plataforma con ruedas y lo arrastró dentro de la cabaña. Nunca emitió un sonido. Ni un gemido, ni un suspiro, ni una amenaza. Cuando al fin estuvo a salvo para sacarle las gafas estaba agonizando, podía verlo por la capa de sudor que cubría su cuerpo, las marcas blancas que tenía alrededor de la boca, la mancha carmín de su frente y el agudo dolor que reflejaban sus ojos.
Tao estaba exhausto, le dolían los brazos y estaba débil. Se vio obligado a descansar un momento apoyándose en la pared, luchando contra el mareo. Sus negros ojos seguían fijos en el, mirándolo. Odiaba su silencio, sabía instintivamente que quienes le habían torturado no habían recibido la satisfacción de oír sus gritos. Eso lo hacía sentirse como uno de ellos. El traqueteo tenía que haberle resultado muy doloroso. Actuó deprisa y le colocó en la camilla al lado de la mesa de operaciones.
«Muy bien voy a sacarte de esta caja.» Necesitaba el sonido de su voz aunque él no pudiera entenderlo. Lo había intentado en varios idiomas y todavía no le había respondido. Parecía tener inteligencia, sus ojos reflejaban conocimiento. Él no acababa de confiar en el, pero es posible que se diera cuenta de que su intención era ayudarle. Tomó su cuchillo más afilado y se inclinó para cortarle las gruesas cuerdas. Al momento, volvió a atraparle la muñeca, impidiéndole el movimiento. El corazón le dio otro vuelco. Él no acababa de entender. El cerró los ojos, preparándose para el dolor de sentir sus dientes de nuevo en su carne. Pero no pasó nada, le miró esperando encontrarse con sus resplandecientes ojos. Él le estaba examinando el profundo corte que le había hecho en el brazo, sus ojos se contrajeron un poco, tenía los párpados medio cerrados. Le giró el brazo en un sentido y luego en el otro, como si estuviera fascinado por la larga hilera de sangre que caía desde la muñeca hasta el codo. Tao, impaciente estiró el brazo para escapar. Pero él lo agarró con más fuerza y ni lo miró a la cara. Se llevó el brazo lentamente a la boca y a el casi le da un infarto. Notaba su cálido aliento sobre su piel. Lo tocó con dulzura, casi con reverencia, una larga caricia húmeda alivió el dolor de su herida. Su lengua era como un terciopelo basto, lamió su herida con cuidado. La sensación le transmitió una inesperada ola de calor que recorrió todo su cuerpo. Intuitivamente supo que quería reparar el daño que le había hecho. El le miró, casi incapaz de creerse que estaba intentando curar su absurda herida, cuando él tenía el cuerpo tan mutilado. El gesto fue tan conmovedor que le hizo saltar las lágrimas. El le acarició su enmarañada cabellera con sus tiernos dedos.
—Hemos de darnos prisa, salvaje mío. Estás sangrando de nuevo. Lo soltó con reticencia y Tao le cortó las cuerdas.
—No me importa que me grites si sientes la necesidad de hacerlo — le dijo innecesariamente. Le costó una eternidad sacarle las esposas. Aunque tenía un cortapernos, el no era muy fuerte. Cuando por fin le liberó la muñeca, le sonrió triunfante—. Enseguida te liberaré del todo. —Levantó las pesadas cadenas que dejaron al descubierto carne quemada por la parte superior e inferior de sus piernas y por el pecho. Tao suspiró furioso al comprobar que podían existir seres tan depravados. —Estoy seguro de que los que te hicieron esto son los que se enteraron de mi existencia y de mi investigación. Puede que padezcamos la misma enfermedad sanguínea. —Por fin consiguió sacarle uno de los grilletes del tobillo—. Sabes, es muy raro. Hace unos años algunos fanáticos se unieron y llegaron a la conclusión de que las personas como nosotros éramos vampiros. Pero supongo que eso ya lo sabes —añadió a modo de disculpa. El último grillete también cedió y dejó el cortapernos. —Tus dientes parecen más desarrollados que los míos. —Se pasó la lengua por sus dientes, para asegurarse de que no eran como los de él y empezó a arrancar los trozos de madera podrida del ataúd—. Veo que no puedes entender nada de lo que digo, aunque he de admitir que me alegro. No puedo imaginarme mordiendo a alguien. ¡Uf! Ya es bastante desagradable necesitar sangre para sobrevivir. Te cortaré la ropa y te la sacaré. Su ropa estaba podrida de todos modos. Nunca había visto un cuerpo tan torturado antes. —¡Malditos cabrones!
Tao tragó saliva al ver la magnitud de las lesiones.
—¿Cómo pudieron hacerte esto? ¿Y cómo has podido sobrevivir? —Se secó el sudor de la frente con el antebrazo antes de volver a inclinarse sobre él—. He de colocarte sobre esta mesa. Sé que estoy siendo un poco brusco, pero no tengo otra manera de hacerlo. Él hizo lo imposible. Cuando Tao levantó el peso de sus amplios hombros, intentando colocarlos sobre la mesa, en un momento de valor y de fuerza se levantó sólo para colocarse sobre la misma. La sangre brotaba de su frente y caía por su cara. Por un momento, Tao no pudo continuar. Todo su cuerpo temblaba y bajó la cabeza para ocultar sus lágrimas. No podía verle sufrir.
—¿Va a terminar esto alguna vez para ti? —Tardó unos minutos en recobrar el control antes de volver a levantar la cabeza para soportar el impacto de su mirada—. Voy a dormirte.
Es el único modo en que puedo hacerlo. Si la anestesia no funciona, te daré con algo en la cabeza. —Lo dijo en serio. El no iba a torturarle como habían hecho los otros. Él le tocó la mejilla con la yema del dedo, para sacarle una lágrima. Lo miró durante un largo momento antes de llevársela a la boca.
El observaba ese acto curiosamente íntimo, preguntándose por qué razón su corazón se estaba ablandando de un modo que jamás había experimentado antes. Tao se lavó a fondo y se puso los guantes estériles y la mascarilla. Cuando se la hubo puesto, él le advirtió que se la sacara mostrándole silenciosamente los colmillos y agarrándolo de nuevo por la muñeca para que no se moviera. Sucedió lo mismo cuando intentó con la aguja. Sus ojos negros la miraban. El le miró moviendo la cabeza.
—Por favor no me hagas hacer esto, no de este modo. No soy un carnicero. No lo haré así. —Intentó fingir dureza, en lugar de parecer suplicante—. No lo haré. —Se miraron mutuamente, atrapados en un extraño combate mental. Sus ojos negros lo quemaban, le exigían obediencia; su rabia, siempre bullendo, empezaba a aflorar. Tao se tocó el labio inferior con la lengua, luego los dientes, rozándolos nerviosamente. Se notó la satisfacción en la gélida negrura de sus ojos y se recostó de nuevo seguro de haber ganado.
—¡Maldito seas, por ser tan testarudo! —Limpió la zona alrededor de la estaca, le colocó los clamp para detener la hemorragia, siempre deseando una buena enfermera de quirófano y tener un gran mazo—. ¡Malditos sean por haberte hecho esto!
—Apretó los dientes y tiró con todas sus fuerzas. Él sólo realizó un ligero movimiento en sus músculos, contrayéndolos, flexionándolos, pero sabía que estaba sufriendo. La estaca no se movió—. ¡Mierda! Ya te dije que no podía hacerlo mientras estuvieras despierto. No tengo bastante fuerza. Él mismo agarró la estaca y se la sacó. La sangre salió a borbotones, salpicándolo y se quedó en silencio, intentando desesperadamente realizar compresión sobre todas las zonas de sangrado. No le miraba, toda su concentración estaba puesta en su trabajo. Tao era un cirujano meticuloso.
Trabajaba metódicamente, curando las lesiones a un ritmo rápido y estable, aislándose de todo lo que lo rodeaba. Todo su ser estaba centrado en la operación, Tao le obligaba mentalmente a concentrarse con el para evitar su muerte. Kris sabía que el no era consciente de lo unidos que estaban ya. Estaba tan absorto en lo que estaba haciendo que parecía no percatarse de lo conectado que estaba con él mentalmente para mantenerlo a salvo.
¿Podía estar él tan equivocado respecto a el?
El dolor era extremo, pero con su mente tan fuertemente unida a la suya, conseguía que reunir los restos de su dispersada cordura. Dos veces tuvo que poner más luz para realizar el trabajo delicado, suturando durante horas. Tuvo que dar montones de puntos internos y externos y cuando terminó con el pecho, todavía no era el final. Todos sus otros cortes también requerían desinfección y sutura. La herida más leve requirió al menos un punto, las más grandes cuarenta y dos. Siguió con su trabajo hasta bien entrada la noche. Tenía los dedos casi dormidos y le dolían los ojos. Estoicamente, le fue cortando la carne muerta y se vio en la necesidad de utilizar la tierra y su propia saliva, aunque iba totalmente en contra de todo lo que había aprendido en la facultad. Exhausto, sin saber apenas lo que estaba haciendo, se sacó la mascarilla y revisó su trabajo. Necesitaba sangre. Sus ojos estaban casi exorbitados de dolor.
—Necesitas una transfusión —le dijo cansado. Le indicó el aparato transfusor con la cabeza. Tao se encogió de hombros demasiado cansado para luchar contra él—. Muy bien, nada de agujas. Te la pondré en un vaso y te la puedes beber. Su mirada permanecía fija en su rostro mientras el le conducía en la camilla hacia la cama, con la ayuda de él, consiguió ponerle en una cama confortable, blanda y limpia.
El tropezó un par de veces, estaba tan agotado que iba medio dormido a buscar la sangre.
—Por favor coopera, salvaje mío. La necesitas y yo estoy demasiado cansado para luchar contra ti.
—Le dejó el vaso en la mesilla de noche a unos centímetros de sus dedos. Como un autómato se limpió, esterilizó los instrumentos lavó la camilla y las mesas, puso en bolsas los restos del ataúd, los harapos y las toallas empapadas de sangre para enterrarlo cuando tuviera oportunidad. Cuando hubo terminado, sólo quedaban dos horas para el amanecer. Las persianas estaban bien cerradas para evitar que entrara la luz. Cerró la puerta y sacó dos pistolas del armario. Se las puso cerca de la única silla cómoda que tenía, tomó una manta y se puso una almohada sobre el asiento preparándose para defender a su paciente con su vida. Necesitaba dormir, pero nadie iba a lastimar de nuevo a ese hombre. En la ducha dejó que el agua caliente cayera sobre su cuerpo, limpiando la sangre, el sudor y la suciedad. Se quedó dormido de pie. Minutos después una extraña sensación en su mente, como el roce de las alas de una mariposa, lo despertó. Se enrolló la larga melena en una toalla, se puso la bata de color verde menta y salió para ver cómo estaba su paciente. Desconectó el generador y se fue a la cama. El vaso de sangre todavía estaba en la mesilla de noche, lleno.
Tao suspiró. Con mucha suavidad le tocó el pelo y le dijo: «Por favor haz lo que te pido y bébete la sangre. No puedo irme a dormir hasta que lo hagas, estoy muy cansado. Sólo por esta vez, por favor escúchame».
Las yemas de sus dedos recorrieron los delicados huesos de su rostro como para memorizar su forma, tocaron la satinada suavidad de sus labios. Su palma se abrió en la garganta, los dedos se enrollaron en su cuello y lo atrajo hacia sí lentamente.
No!
Esa única palabra era más un lamento que una protesta. Aumentó la presión casi con ternura hasta que había atraído su pequeño cuerpo a la cama junto a él. Su pulgar descubrió que el pulso del cuello tenía un ritmo frenético. El sabía que tenía que luchar, pero le daba igual, yacía indefenso entre sus brazos. Notó su boca deslizándose sobre su desnuda piel, un movimiento caricia, un señuelo. Su lengua lo lamió con dulzura. El cerró los ojos para protegerse de las ondas que inundaban su cerebro. Allí estaba él. En su mente. Sintiendo sus emociones, compartiendo sus pensamientos. Notó calor de nuevo y su boca se desplazó en dirección a su yugular. La mordisqueaba y pellizcaba con los dientes y su lengua lo acariciaba.
La sensación era curiosamente erótica. El agudo dolor dio paso a una acogedora somnolencia.
Tao se relajó, se rindió. Él podía hacer con el lo que quisiera, decidir sobre su vida o su muerte. Simplemente estaba demasiado cansado para preocuparse.

~Dark Desire~ [Kristao] #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora